Clik here to view.

Voy a hacerte una casa en el aire, solamente pa’ que vivas tú».
(Del vallenato ‹La casa en el aire›, de Rafael Escalona.)
Anoche soñé que una mujer se metía en mi cama. Cuando desperté para abrazarla, me di cuenta de que no era ninguna mujer sino la brisa loca de diciembre, que me había despojado de las mantas de plástico. Dormir a la intemperie tiene sus cosas buenas y sus cosas malas. La brisa refresca, pero son más los problemas que causa.
Vivo en un árbol. Los pájaros son mis amigos. Cada madrugada, cuando las campanas de la iglesia del Carmen aún no han dado las cinco, un sinsonte pechugón e inquieto se posa en una de las ramas que me rodean y me despierta con su trino. Aún entredormido converso con él, le cuento lo que estaba soñando, le hablo del día anterior. El sinsonte me responde con sus cantos mañaneros. Poco a poco, a medida que el sol comienza a filtrarse entre las hojas, el árbol se va llenando de pájaros y todos terminamos en una inmensa tertulia matinal. Hoy no pude esperar a mi amigo el sinsonte. Me he bajado del árbol más temprano que de costumbre porque tengo algo importante que hacer.
Todo comenzó en agosto del año pasado, cuando le pedí a mi Padre-Bendito-Divino-Dios-Yahvé que me presentara el libro de las Ciencias terrestres, que aloja el secreto para fabricar oro. A los dos días pasé por un callejón enmontado del barrio Bellavista y allí encontré el libro, entre un montón de basura. Estaba viejo y ajado, con sus hojas amarillentas, pero podía leerse. Me dediqué entonces a reunir los ingredientes para la mezcla: yo mismo extraje la miel de abejas de un panal que queda unas ramas arriba; conseguí en una cantera de Puerto Colombia la piedra filosofal, amarilla y granulosa como una arepa de maíz, y que el libro denomina Vehículo 25 Vehículo 21; en un tanque de basura hallé el crisol, el recipiente a prueba de altas temperaturas en el cual hervirá la mezcla; por último —el viernes pasado— di con el terreno arcilloso donde debía efectuarse la cocción. Ese mismo día me fui para Polonuevo, mi pueblo, a contarle a mi madre que pronto seríamos ricos. Ella es ciega y ha estado resentida conmigo porque, a decir verdad, la tengo abandonada. Yo iba feliz a participarle que tendríamos dinero de sobra para su operación de los ojos. Pero me hallaba tan concentrado en los planes, tan absorto en la ilusión, que dejé olvidado el libro en un bus de la ruta Barranquilla-Polonuevo.
Así que hoy salí temprano a buscar el libro. Llegué a Polonuevo y me fui directo a la casa de don Carlos Ucrós, el dueño de la emisora. En realidad no es una emisora. Lo que Don Carlos tiene en la sala de su casa es un sistema de altavoz, cuya potente bocina está instalada en la punta de una vara de ocho metros de altura. Por allí se hacen anuncios y suena la música de moda. Le pagué doscientos pesos por anunciar una gratificación para el que encontrara mi libro. Don Carlos hizo el anuncio cuatro veces, volteando la bocina en igual número de direcciones para asegurarse de que hasta las garzas del atardecer lo escucharan, pero nadie se manifestó. El libro sigue perdido y no pienso descansar hasta encontrarlo.
Hace un año que tengo mi nido. Decidí construir mi casa en el árbol porque estaba cansado de dormir en la calle, como un murciélago. Los basurales —siempre los basurales— me dieron la tabla grande que me sirve de base, el colchón viejo en el que duermo y los plásticos que me protegen de la lluvia. Lo primero que hago al bajarme del árbol es saludar a Coqui, el perro del vecindario. Coqui es un gozque temperamental que sólo les ladra a los locos. Cuando me ve, agita el pedazo de cola que le queda, y yo le acaricio la cabeza. Por las noches, Coqui duerme bajo mi árbol y espanta con sus ladridos al que intente molestarme. Es el perro de mi casa.
Me baño con los primeros rayos del sol. Lo hago en plena vía pública con la misma manguera que utilizo para lavar vehículos. Es incómodo porque tengo que bañarme con la ropa puesta. Me causa un poco de vergüenza, ¿pero qué más puedo hacer? Yo pertenezco a la calle.
Me gano la vida lavando vehículos. Tengo mucha clientela porque los vehículos me quedan resplandecientes. El secreto es muy sencillo: le aplico ocho gotas de cerveza al agua.
El árbol de caucho donde tengo mi nido queda en el extremo del parque los Fundadores, al pie de un cruce transitado. Justo enfrente se levanta el monumento al Águila, pétreo emblema de este viejo barrio Prado, de imponentes mansiones republicanas y árboles que reverdecen con pasión en el invierno, conformando un insólito bosque verde en pleno corazón de la urbe tropical. Desde que me mudé aquí arriba, el águila tiene un compañero en las alturas del parque. A veces, cuando no ha llegado el sinsonte y el camión de la basura me despierta en la madrugada con su estruendo de latas y frenazos, converso con el águila.
— ¿Cómo amanece, vecina? —le digo, mientras la contemplo en lo alto, bañada con la luz brillante de los reflectores.
—Con muchas ganas de salir volando —me responde.
Ya mucha gente se ha enterado de que vivo acá. Eso me ha convertido en víctima constante de bromas y sobrenombres. A veces, ya entrada la noche, pasa un carro y sus ocupantes me gritan:
—¡Tarzán!
Un muchacho universitario, que acostumbra traer amigos para mostrarles la increíble casa en el árbol, les dice: «Esta es la casa en el aire». La verdad es que los invitados se decepcionan. Ellos esperan una casa fantástica, con ascensores de bejuco y habitaciones en diferentes ramas, como en las películas. No el cambuche que yo tengo acá arriba. Patezorra, un amigo mío que se gana la vida recogiendo basura en la calle, me apoda el Hombre araña. A veces, cuando estamos bebiendo ron blanco, me explica por qué me dice así:
—Porque la araña hace su nido en el árbol, allí vive, allí come, allí duerme.
Patezorra me aprecia. El otro día se encontró en la basura una esclava de hojalata dorada y me la regaló.
—Es suya, hombre araña —me dijo.
Los apodos no son malos, pero para eso tengo mi nombre: Antonio Efraín Domeneche.
Al anochecer ceno con cuatrocientos pesos de sopa y medio litro de leche. A veces, antes de acostarme, converso un rato con la Coleta. Ella es una muchacha de clase social alta, a la que echaron de su casa por viciosa. En su rostro cadavérico se advierten los vestigios de una belleza derrumbada por culpa de la droga. Hablamos de muchas cosas. Ella me cuenta de los tiempos en que estudiaba en los Estados Unidos y yo le cuento de la brujería que aprendí en La Guajira, de los sortilegios para el mal de ojo, la contra para la porquería. Ella me mira maravillada. A veces la convido a que suba y hacemos el amor allá arriba. No es un acto muy caliente. Es una necesidad fisiológica, que se practica a ritmo mecánico, sin fuego ni pasión, como comer para no morirse de hambre. Además, ella se pone nerviosa porque cree que las ramas se van a quebrar. Hoy no la he visto. Seguramente está tirada por ahí en algún solar, durmiendo la traba. Hoy subiré solo. Pero antes de dormirme, rezaré mi oración de todas las noches:
«Oración a la Santísima Trinidad: Te pido que me alivies y me ampares a mí Efraín Antonio Domeneche de toda mala hora de justicia; de mis enemigos, los policías militares y civiles: si tienen ojos que no me vean, si tienen boca que no me hablen, si tienen manos que no me agarren, si tienen pies que no me persigan. A nuestra Santísima Trinidad, amén».