
Sobre la mesa de noche, junto al cadáver, amaneció cerrada la Biblia que Akutagawa Ryonosuke había estado leyendo la noche anterior. El 24 de julio de 1927, el escritor japonés ingirió más veronal del necesario para burlar el insomnio. Tenía 35 años. Después de tanto sopesarla, uno de los fundadores de la narrativa nipona moderna por fin había hecho realidad su muerte voluntaria.
Sus últimos meses de vida sirvieron de preparación para esa determinación última. La fragmentada salud –tanto física como mental– lo conducía a tal punto de ansiedad y desesperación que su mujer, con regularidad, lo hallaba acostado en la mitad de la alcoba por miedo a que los muros se desplomaran y le cayeran encima. También se había convertido en un animal nocturno. Durante las horas de claridad permanecía en su cuarto, a oscuras. No salía de allí sino hasta ya llegada la noche. Incluso había perdido la facultad de disfrutar de los placeres más primarios y sustanciosos. Así se lo confesaría a su buen amigo y escritor Kume Masao en el ensayo ‹Nota a un viejo amigo›: «…el aborrecimiento que siento hacia los alimentos y las mujeres probablemente sea un indicio de la pérdida gradual de esa fuerza animal», es decir, del «miedo instintivo a la muerte».
Frágil y efímera fue la relación que el autor de Rashōmon –cuento famosamente adaptado al cine por Akira Kurosawa en 1950– estableció con la realidad durante las semanas anteriores a aquel día de mediados de 1927. Acerca del clásico relato, desenvuelto en pleno apogeo de la peste negra, resulta paradójico que haya sido considerado por el propio narrador como uno de los más alegres de su obra, pues aseguró que fue escrito cuando afrontaba un desamor que le obligaba a distanciarse, en su oficio, de su estado emocional.
Desde su nacimiento en 1892 la vida de Akutagawa fue un andar sobre baldosas sueltas. En la estricta y rígida sociedad imperial japonesa de finales del siglo XIX y comienzos del XX, el matrimonio de sus padres resultaba ser un sacrilegio. Una mujer procedente de la prestigiosa casta de los samurái no podía casarse con un comerciante de relativo y esporádico éxito que, al fin y al cabo, seguía siendo un plebeyo. Además, el frágil cuerpo del futuro narrador sufrió de convulsiones hasta cumplidos los diez años. Su crianza tampoco fue nada convencional: tanto él como su hermana crecieron en casa de su tía, pues los viajes recurrentes del padre lo mantenían ausente y la madre estaba incapacitada para ocuparse de su prole. En el Registro de Defunciones escribió el narrador sobre la progenitora: «Mi madre estaba loca. No he sentido ni una sola vez afecto filial hacia mi madre».
Para 1916, año en el que se graduó de la Universidad de Tokio como licenciado en literatura inglesa, Akutagawa ya había incursionado en el mundo de las letras. Vivir en la capital le abrió puertas a quien había visto transcurrir su vida, si bien llena de lujos y privilegios propios de un joven pudiente, enmarcada por las limitaciones de la vida rural. El seno familiar siempre le ofreció un ambiente culturalmente estimulante. Entre los pasatiempos del joven Akutagawa estaban jugar al Go, escribir haikú y cultivar bonsái, por ejemplo. Además, ya tenía cierto dominio de la lengua anglosajona al terminar sus estudios secundarios. Pero fue como alumno universitario que tuvo la oportunidad de comprometerse con causas de mayor resonancia, como fue el hacerse cargo, junto a algunos colegas (entre los que estuvo Kume Masao), de darle nueva vida a la revista de la institución educativa. La primera huella del autor en tal medio fue una traducción al japonés de Balthasar, de su muy admirado Anatole France.
Al narrador no le tomó mucho tiempo hacerse un nombre dentro del mundo literario de su país. En 1917 recibió elogios del ya consagrado Natsume Sōseki, a quien Akutagawa admiraba. El ‹maestro›, como este le llamaría por el resto de su vida, había dado con la edición de la revisa universitaria en la que se había publicado el cuento La nariz. Tampoco le tomaría mucho tiempo el ser conocido como un representante de la literatura universal. En 1959, Jorge Luis Borges, como una muestra del respeto y la admiración sentidos hacia el japonés, escribió el prólogo de la publicación bonaerense de Kappa. Los engranajes.
Son dos las etapas fundamentales que podría dividir el corpus del escritor nipón. Hacia el final de su vida la ficción fue cediendo paso a la realidad. La facultad plástica de las narraciones –los colores sugeridos por las palabras, los contrastes de luz y sombra, las descripciones breves, y exquisitas– seguía presente en sus letras, sin embargo también el carácter retorcido, siempre desafiante de los límites de lo posible, siempre coqueteando con las linderas del absurdo: el monje budista amargado por el prominente tamaño de su órgano facial en el relato breve alabado por Natsume, y el veinteañero Akutagawa que se dijo a sí mismo: «La vida no vale más que una frase de Baudelaire», horrorizado por el aspecto miserable de los demás clientes en una librería, surgen de la misma región oscura e incómoda e incomprensible de la naturaleza humana.
Con Vida de un idiota –colección de fragmentos autobiográficos–, el japonés se despidió de sí mismo. Ni siquiera aguardó hasta verlo publicado, ni hizo lo necesario para que ello ocurriera. Le encargó la tarea a Kume Masao, en caso de que éste considerara que valía la pena difundirlo. «Todo lo dejo en tus manos: los pros y contras de publicar este texto, el momento de publicarlo, la forma en que lo estructures», escribió Akutagawa en una carta firmada el 23 de junio de 1997, a un mes de acostarse a dormir por última vez con su esposa.
Las constantes alucinaciones, el acechante miedo a morir, la sensación repentina de que la realidad se esfumaría y la debilidad física que padeció el japonés, palpitan y dan fe del sufrimiento vivido en Engranajes, breve diario de viaje y texto perteneciente al libro prologado en Buenos Aires por el autor de El Aleph. Ya cuando la neurastenia y el insomnio habían llegado a sus peores estadios, el narrador se atrevió a salir del pueblo costero en que vivía. Por su propia cuenta, asumiendo el riesgo, pasó una semana en un hotel en Tokio.
En un principio, debía asistir a la boda de un conocido. Sin embargo, aprovechó el resto de los días de soledad para escribir un texto que le habían encargado de una revista, cuyo título no se menciona, pero que, dado que ya la ficción no era prioridad suya y representa una rareza entre sus últimas piezas, puede intuirse que fue el relato breve Kappa, fantasiosa parodia del capitalismo que en aquellos años se empezaba a gestar en aquel Japón que hasta hacía poco había conservado su estructura feudal.
Durante ese último viaje a la capital nipona, Akutagawa se enteró del suicidio de su cuñado. En plena madrugada recibió una llamada telefónica que se cortó tras una comunicación dificultosa e incomprensible. Pese a sospechar la gravedad del asunto que la había originado, dio la orden en el hotel de que no se le molestara más durante la velada. Las crisis recurrentes de aquellos días no le permitían hacer más que encerrarse en sí mismo. Esperó hasta la mañana siguiente para que se le informara que el marido de su hermana se había lanzado a las vías del tren.
El deceso del pariente, a solo semanas del suyo, abordó las excéntricas, por no decir lúgubres, cavilaciones del escritor. No fue solo una oportunidad para que éste sopesara la tragedia que él y los suyos enfrentaban. El cuadro se le antojaba repugnante. Dos eran sus principales preocupaciones a la hora de elegir el acto final: por un lado, quería evitar, en la medida de lo posible, el sufrimiento físico; por el otro, la escena debía gozar de una calidad estética.
En Nota a un viejo amigo Kume Masao se enteraría de las opciones contempladas. El ahorcamiento brindaría poco dolor, pero la imagen del cuerpo colgando producía una «repugnancia estética». Arrojarse desde un edificio resultaría «indudablemente también antiestético». La sobredosis, a pesar de prometer más dolor que el ahorcamiento, le brindaba la tranquilidad de una mayor probabilidad de éxito, además de no amenazar su compromiso con la belleza. «No me importa que me tachen de esteta», sentenció el narrador antes de confesarle a su colega que una vez se había desenamorado de una mujer «solo porque no tenía buena caligrafía».
La decisión era incuestionable. El 24 de julio de 1927, a pocas semanas del suicidio de su cuñado y de su última estancia en Tokio, antes de irse a la cama, la mujer del narrador le preguntó a éste si ya había tomado los somníferos que le garantizarían una noche sin insomnio. Él respondió afirmativamente.