
Daniel ‹el Ñatico› De Ávila ha ordenado sobre un mesón media docena de frascos pequeños y cuatro más grandes que contienen linimentos para los dolores del cuerpo. Luego saca de su viejo morral un masajeador eléctrico que desliza sobre la espalda de Juan, un vendedor de limones que sufre de Parkinson, quien está sentado en un taburete de madera y cuero crudo. Diagonal al lugar donde está le indica a un joven cómo debe colocar las verduras: el cebollín sobre el cilantro y las hojas de col aparte. Sin descuidar el masaje explica el contenido y el uso de los frascos a los curiosos.
–Los grandes a cinco mil y los pequeños a tres mil.
Hasta 1998, a un lado del puente de la calle 30 con 43 del mercado público de Barranquilla, a poca distancia de donde está ahora, vendió verduras durante 23 años. Con él trabajaron muchos boxeadores, de los cuales algunos hicieron una buena carrera. Recuerda que su rutina empezaba muy temprano levantando y trasladando a hombros bultos de zanahoria y remolacha; después ordenaba los sacos a su alrededor y disponía las verduras. Al final se lavaba la cara y los brazos para recibir a los clientes. Y por la tarde, después de la venta, se iba a entrenar al gimnasio.
Los demás venteros lo estiman aún por haber subido al ring boxeadores en 19 peleas de título mundial. En varias ocasiones como ayudante de Amílcar Brusa y Ernesto ‹el Campeón› Ramírez (Q.E.P.D) y en otras como entrenador principal de boxeadores de la talla de Mario Miranda, Felipe Orozco, Eliécer Julio, José Sanjuanelo, Kevin Guardia, Rafael Pineda, ‹el Huracán› Palacios, ‹Baby› Rojas. Y recientemente ‹el Trencito› Carrillo, uno de sus pupilos más sobresalientes, quien viajó a Japón hace un mes para terminar el entrenamiento de su próxima pelea de título mundial.
Sospeché que este cartagenero bonachón, de verbo entretenido y fogoso y manos ajetreadas y ligeras atesoraba un conocimiento mucho más elaborado de lo que sugerían sus gestos y conversaciones con los demás venteros y potenciales compradores. Por sus ojos rasgados bien le hubieran puesto de apodo ‹el Chino›; o ‹el Coqueto›, por la corona dorada de su incisivo superior que asoma mientras habla y se aprecia mejor cuando sonríe; pero ‹el Ñatico› le viene muy bien por obvias razones.
Después de la venta de verduras se fue a Estados Unidos a hacer su carrera de entrenador en firme. Sus padres, doña Ana Pájaro y don Germán De Ávila, nunca pusieron obstáculos a sus decisiones y poco antes de morir alcanzaron a conocer el éxito de ‹Danielito›, el segundo de sus seis hijos.
Cada palabra, cada gesto suyo, lo ubican en una situación en la que todo gira en torno al boxeo. En su fraseo se entretejen palabras que así lo confirman: «esa mano estuvo buena», «no te dejes», «ataca, vamos, cáele»; «trabájalo con cuidado que se puede salir con la suya». Todo remitido a un combate en el cual está siempre el protagonista que es él. O como el mentor optimista cuya responsabilidad es salir ganador; o si hubiera un revés, ser un digno adversario que volverá en otra ocasión, pero a ganar.
Antes de dedicarse a la venta de verduras, ‹el Ñatico› practicó el boxeo en Cartagena de Indias, donde nació en 1945. Se hizo boxeador porque al ir a un gimnasio, cerca de su casa, se creyó capaz de ganarle a quienes entrenaban allí. Cuando le dieron la oportunidad, sin conocer tanto del asunto, logró meterle tantos golpes al rival que el entrenador de este detuvo el combate para proteger a su pupilo. De inmediato ‹el Ñatico› recibió el aval para entrenarse como una de las promesas deportivas del barrio La Candelaria.
Antes de retirarse solo realizó 22 peleas, perdió 2 y empató 1.
-En la época de los más grandes: Pambelé y Rodrigo Valdez, quise volver pero me tuve que retirar porque me empezaron a dar convulsiones y los médicos no me dejaron seguir -afirma sin remordimientos.
Ingresó al Ejército en 1963 y después fue entrenador de boxeo en las Fuerzas Armadas de Colombia hasta 1978 y de la empresa Boxing de las Américas, de Medellín.
La vida de este hombre que solo parece dedicada la mayor parte de su tiempo a comprar las cosechas de verduras a los campesinos de Sitionuevo (Magdalena) y Soledad (Atlántico), poblaciones situadas a orillas del río Magdalena, adquiere su verdadera importancia cuando hace una pausa en su labor. Lo fui descubriendo con el paso de los días, a través de paciente observación y cortos diálogos. La palabra de ‹el Ñatico› De Ávila corrobora las razones que en su tiempo encontró el escritor caribeño Héctor Rojas Herazo para afirmar que «a poco andar descubrimos que todo lo que hay que decir ya lo han dicho los filósofos o los verduleros chinos».
Sabe definir su oficio y a quienes lo practican. Explica que si el boxeador tiene disciplina, una buena alimentación y un buen apoderado indudablemente que se está frente a un campeón. Luego entrenar todos los días es un trabajo a dos jornadas: el ‹corrín› en las mañanas, para lograr condiciones, piernas y demás, y la tarde para depurar la técnica no más. Al boxeador hay que repetirle y repetirle porque es como un niño de escuela primaria, por eso se debe llevar poquito a poco.
En la pelea, el trabajo del ring es observar al rival para mejorar la estrategia. Se explaya afirmando que como ya conoce a su boxeador, se mantiene atento a los errores que comete el rival, y por ahí le pide que ataque. Sobre todo si el otro se duele con cierto golpe o tiene una herida. En esos puntos debe concretar el ataque. En el boxeo se gana atacando, y no de otra manera. Concluye enseñando el diente dorado y haciendo otra finta.
El que está en el boxeo sabe que debajo del ring todo se acabó. Mientras se está arriba al rival hay que darle duro. Aunque con los campeones la cosa cambia, ya que hay que ganarles bien porque están bien protegidos, y más cuando son locales. Esto lo repite a cada rato.
Para ‹el Ñatico› De Ávila es muy importante conocer con claridad los estilos de boxeadores dependiendo de su nacionalidad. Sabe que los mexicanos, a pesar de ser aguerridos, son flojos abajo; hay que darles en las costillas. Los cubanos son los más duros porque para ser profesionales ya han hecho más de 300 o 400 peleas. El panameño es mañoso, vivo, tiene las mismas mañas del colombiano. El dominicano es un estilista natural. El puertorriqueño es muy alegre para el combate. A todos se les gana con un boxeo fino, precisando cada golpe.
Es un conocedor de las artimañas de los rivales: uso de sustancias y golpes no permitidos; las jugarretas para detener momentáneamente el combate y lograr con ello que un boxeador se sobreponga de un mal momento; el golpe con el antebrazo o con el codo, meterle el dedo en ojo, o como hacía Pambelé cuando le peleaban sucio: daba rodillazos al rival en las piernas. Un boxeador profesional sabe que todo golpe en cualquier parte del cuerpo hace daño.
En su momento, de la misma manera reconocía cuál era la verdura que no había que comprar porque estaba pasada. O simplemente, cómo a la cebolla en rama y al cebollín cuando empiezan a descomponerse, se les caen las hojas. O el cilantro pasado de cosecha, cuando está retoñado, que en esas condiciones vale muy poco o absolutamente nada.
Hay que saber bien las cosas porque en la vida todo es disputa, enfatiza con el dedo índice.
Se queda callado otra vez, y advierto que tiene razón: que quienes comprenden en silencio esta dinámica están mejor dotados para vivir. Y que si se pone mucho énfasis en creer que no es así, significa que se está poco preparado para admitir una realidad que muchos conocen desde siempre.
Para ‹el Ñatico› no se está diciendo nada nuevo cuando se afirma que todo es disputado y que los conflictos están a la orden del día, porque para él no tiene sentido obtener algo sin dificultad. Y cuando aparece el que se queja de esta verdad, otro verdulero cercano sentencia socarronamente: «Quieres queso gratis, ratoncito, en la trampa hay bastante».
‹El Ñatico› De Ávila” tiene clara preferencia por los boxeadores aguerridos, ‹los guapos›, ‹los echado para adelante›. Sabe que a estos solo hay que pulirles el ataque; después se les enseña la defensa con más facilidad. Con los que se defienden todo el tiempo, es más complicado. Y pone como ejemplo, otra vez, a su pupilo ‹el Trencito› Carrillo.
Lo de él ha sido el ataque. Cuando estaba jovencito, desde que llegó al gimnasio que yo tenía en mi casa, le vi el talento. Al poco tiempo lo ayudamos a conseguir un trabajo para que no pasara necesidades con la plata del transporte y la comida, y no estuviera de ocioso. Entrenarlo no era fácil, ya que los otros le tenían miedo nuevamente ‹el Ñatico› sonríe con alegría.
Aunque ya no lo entrena, en ‹el Trencito› Carrillo hay una esperanza muy cercana de algo bueno. Y vuelve a sonreír mientras agita la botella de linimento que tiene en sus manos.
Cuando masajeaba a Juan, el vendedor de limones, me dijo que fue una lástima regalar el puesto de verduras. Aunque ahora solo ayuda a sus amigos venteros, también aconseja a los jóvenes sobre algunos trucos del negocio.
Lo que le da para comer ahora son los masajes a domicilio; a clientes que van a los gimnasios, a los vendedores del Paseo de Bolívar y a otros del mercado que se aquejan de alguna dolencia. Por esa razón negocia esos frascos con un linimento que prepara con mentol, aceite de naranja o almendra, bálsamo tranquilo, alcanfor y otros ungüentos que no revela.
Con ‹el Ñatico› está claro que los comienzos memorables nunca han existido; que la idea de que al final todo será maravilloso es una ingenuidad. Por eso, tanto en el boxeo, la venta de verduras y el resto de asuntos de su vida no ve más que un estupendo tinglado para desplegar todo lo que sabe; lo cual deriva de comprender el conflicto y la disputa en los que están sumergidas las personas, quienes ni con un campeonato mundial ni cualquier otro título, por espléndido que parezca, se podrán librar de ellos jamás.