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Armando Ibáñez desfila vestido con traje de campaña. De su hombro derecho cuelga un fusil y a la altura de sus pectorales lleva un par de granadas con dos hileras entrecruzadas de balas de un calibre desmesurado. Su credencial no es otra que ser el doble de Raúl Reyes, el difunto guerrillero, saludando con paso entusiasta. Igual que en la Noche de Guacherna, durante otros actos del carnaval la gente llamará su atención para pedirle una foto o simplemente para comprobar que él es la persona que creen; y cuando voltee, los incrédulos sonreirán con suspicacia como lo hacen ahora:
Buena, Raúl Reyes, ¿cómo va esa guerrilla?
–demanda una voz altanera detrás de la barda en la esquina de la calle 68.
–¡Todo está bien por allá! –contesta el guerrillero, y sigue su paso advirtiéndole a Jennifer, su acompañante, que no se adelante mucho.
Este Raúl Reyes de carnaval recuerda al verdadero, al ex concejal de Florencia (Caquetá), al sindicalista, al calculador, al hábil orador, al cínico, al comandante de las Farc muerto en un bombardeo del Ejército colombiano el 2 de marzo de 2008 en Santa Rosa de Yanamuru (Ecuador).
−Profe, le tengo el dato del que se disfraza de guerrillero –me dijo por celular el pasado 30 de diciembre Ana María Osorio, de la Fundación Carnaval de Barranquilla. Vive en la esquina de la calle 45B con carrera 21.
El 7 de enero por la tarde fui a su casa. Tenía puesto el camuflado y hablaba con dos vecinos y tres curiosos que se tomaban fotos con él.
Antes de abrir el diálogo, un individuo que viaja en la parte trasera de una motocicleta le grita con ironía:
–Hey, ahorita venimos a buscarte para ganarnos los cinco millones de dólares de la recompensa por ti.
–Desde comienzos de 2010, que regresé de Venezuela, donde estuve casi 30 años, la gente no dejaba de decirme a quién me parecía –afirma Ibáñez. En la calle, en los restaurantes y en las tiendas me lo repetían.
–¿Eso no más le pasaba aquí?
–¡Qué va! En junio de 2006 me detuvieron por más de dos horas en la frontera con Venezuela. Me verificaron las huellas dactilares, me tomaron fotos y me revisaron los documentos varias veces. En 2008 me hicieron lo mismo.
–¿Y usted qué hizo al respecto?
–Con tanta insistencia, un día de comienzos de enero de 2010, me fui para el centro de la ciudad, compré unas revistas y vi que sí tenía un parecido con el sujeto. Y me dije, si eso es lo que la gente quiere de mí, entonces me voy a parecer más a Raúl Reyes que él mismo.
–¿Después qué pasó?
–Conseguí la madera apropiada para tallar unas armas: un fusil de verdad, no de palos de escoba como hacen otros que usan armas en sus disfraces; tallé balas, granadas y una pistola 45. Compré correas, unas botas, una cantimplora y mandé a coser en La Guajira un camuflado de mi talla. Lo más importante ya lo tenía, solo tenía que dejarme crecer un poco la barba. Y salí por primera vez con el disfraz en el carnaval de ese año.
A su paso, el disfraz de Armando Ibáñez recuerda a los asistentes las guerras que en su largo historial de violencia pesan sobre ellos. Que sepan también que detrás de la alegría el carnaval, este país ha soportado catorce años de Guerra de Independencia; ocho guerras civiles nacionales, catorce guerras civiles locales; dos guerras internacionales con Ecuador y tres golpes de cuartel. Y que en siglo XX, además de los innumerables levantamientos, hubo una guerra con el Perú (1932-1933). Y a partir de 1948 comenzó una prolongada insurrección (la Violencia), que prosiguió en una guerra que se ha extendido hasta hoy día.
Violencia que es uno de los distintivos de la identidad nacional. La cual ha tenido años de recrudecimiento brutal, como en 2002, que hubo 29.000 homicidios (El Espectador, 20-1, 2009), y en los años sucesivos la cifra fue disminuyendo: 16.033, 2012; 14.782, en 2013 (El Espectador, 1-5, 2014). En su último reporte, Medicina Legal informó que en 2014 hubo 12.600 homicidios, y en 2015, 10.500, el más bajo número en los últimos 20 años. Cifras que en nuestro medio parecen normales porque se considera la violencia como un hecho natural y no producto de causas más profundas.
Sin ir muy lejos, en Barranquilla la tasa de homicidios aumentó inusitadamente en los últimos cuatro años. Informes policiales indican que las denuncias por atracos y riñas se han incrementado de tal manera, que el alcalde actual prometió militarizar la ciudad.
Más de un optimista ha soñado con poner a los violentos a desfilar para que comprendan que la vida tiene un lado agradable; mientras que los más realistas advierten que nada puede cambiar mientras en la ciudad el número de cantinas y billares exceda al de escuelas, bibliotecas y centros culturales.
En el año del asesinato del líder popular Jorge Eliécer Gaitán nació en La Plata (Huila) Luis Devia Silva, alias ‘Raúl Reyes’. Ocho años después, en Magangué (Bolívar), nació Armando Ibáñez, su actual doble en el Carnaval de Barranquilla. En 1949, a un año del nacimiento de Raúl Reyes, por amenazas y persecuciones políticas a los liberales de la región, su familia se trasladó a Florencia (Caquetá), donde 15 años después inició su militancia política, y poco después ingresó a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc), en las que permanece hasta su trágica muerte.
De igual manera, una mañana de abril de 1962 don Luis Armando Ibáñez, previo acuerdo con su mujer Walditrudis del Valle, embarcó en un camión las pocas pertenecias de su familia rumbo a Barranquilla, en busca de una nueva vida. Fue así como ese peluquero de profesión y un ama de casa por dedicación, en la creciente urbe de aquel tiempo educaron a sus hijos, dos hombres y tres mujeres, entre ellos, Armando, el personaje de esta historia.
Armando, el menor de los hijos, se adaptó rápidamente a la ciudad y a los 20 años le llaman ‘Santana’, diestro bailador de salsa en los bares de la carrera 21, que ganó cinco trofeos. Después, a mediados de los ochenta, quiso buscar nuevos rumbos en Venezuela, donde posteriormente se vinculó como publicista a la primera campaña chavista. Luego trabajó como copista de obras de Da Vinci, Rembrandt y Goya, entre muchos otros. Pero a finales de 2009, después de ver tanta corrupción en sus copartidarios, abandona ese proyecto político y decide regresar a Barranquilla para reencontrarse con lo suyo y continuar pintando, esculpiendo, decorando camisas y pantalones para el carnaval o, como hace pocos días, dibujar equipos de sonido, conocidos en la ciudad como picós.
–Cuando la gente pierde el sentido de la autocrítica, ya no se puede hacer nada. Eso le pasa a los chavistas, y yo ya no estoy para gente como esa –expresa con decisión Armando Ibáñez sentado en un mecedor de madera, acariciando el fusil que reposa en sus piernas.
Dice ser un hombre de paz que lleva ese disfraz para protestar contra la guerra, que no sería capaz de matar a nadie, pero advierte: Todos tenemos un asesino dentro. Lo que pasa es que se nos sale en momentos que nos toca defender nuestros bienes o la vida, pero lo tenemos.
El disfraz de Raúl Reyes también trae a la memoria los diálogos de paz que el actual Gobierno mantiene con la guerrilla de las Farc en La Habana (Cuba). Pero este “guerrillero”, integrado a la lúdica del carnaval, es un entusiasta pacifista, y como tal es acogido. Ya depuso su furia guerrerista, dejó atrás sus ganas de pelear. Lo suyo es ahora una moraleja desprovista de moral que se yergue como una esperanza.
El trayecto de la Guacherna le parece un viacrucis a la inversa, porque quien lo recorre ya no es un reo sino un hombre exculpado por la comunidad. A su paso surgen espontáneas frases de aliento o de exhortación, como las de Gustavo Martelo, un cordobés de 37 años, quien levantándose de su silla advierte:
–¡Hey, Raúl, hay que firmar rápido la paz!
En la esquina de la calle 57, Jorge Rodríguez, un moreno cuarentón, señalándolo con el índice profiere:
−¡Mira bien lo que estás haciendo!... Después suelta una carcajada.
En un revelador gesto de emoción, María Villadiego, una anciana habitante del barrio Olaya, abraza a Raúl Reyes y besándolo lo despide.
–¡Ojalá, carajo, ojalá…!
Son escenas de pocos segundos cargadas de sinceridad. Momentos en que los asistentes funden su vida con la metáfora que representa un personaje. Eso también es el carnaval, un escenario idóneo para quienes sobrellevan una vida dramática.
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En la Noche de Guacherna acontece el primero de los grandes desfiles nocturnos del Carnaval de Barranquilla. Su recorrido comienza en la calle 72, baja por la carrera 44 y finaliza en la Casa del Carnaval. A ella concurren vecinos, turistas y amigos que se convidan para disfrutar de este tradicional evento, apreciado también por ser una gran reunión de entusiastas
a solo 8 días para el comienzo del carnaval.
Según Bert Hellinger, abanderado de la psicología sistémica, tanto en la familia nuclear como en la red familiar existe una necesidad común de vinculación y de compensación que no tolera la exclusión de ninguno de sus miembros. De lo contrario, aquellos que nacen posteriormente en el sistema, inconscientemente repiten y prosiguen la suerte de los excluidos.
No valen exclusiones porque la esencia de la fiesta es incorporar, armonizar las diferencias, convertir la vida en una constelación humana superior a la realidad cotidiana del país. Un gran acierto de la fiesta es lo que Greimas y Fontanille expresan en La semiótica de las pasiones, respecto a lo inútil que resulta discriminar, rechazar o relegar aquello que emerge de los sentimientos humanos. Afirman, además, que las pasiones no son propiedades exclusivas de los sujetos, sino propiedades de un discurso mayor apuntalado en la sociedad de la que emanan.
En consecuencia, en el carnaval, a partir de la promesa de una sana diversión, se prevé un tácito acuerdo entre todos para ser tolerantes y comprensivos. Y solo a partir de la recompensa del goce se pueden comprender las razones por las cuales esta celebración es la excepción a la premisa de que todas las multitudes son intransigentes y violentas.
Por eso, blancos, indios, negros y mestizos, sean lo que sean: homosexuales, corruptos, avaros, sádicos, masoquistas, libidinosos, violentos, locos, cretinos, famosos, religiosos, inocentes, perversos, y todo lo que engendran las pasiones humanas, tiene derecho a desfilar sin pudor porque eso es lo que somos; por consiguiente, la demanda implícita en cada disfraz debe ser atendida y valorada porque en el carnaval, como revelación de lo subliminal, la moral no se usa para descalificar a nadie, sea cual sea su condición; porque se deduce que en la humanidad no hay malos ni buenos, en ella solo existen realidades.
A lo largo del desfile, este Raúl Reyes explica que no le gusta ir cerca de otros disfrazados, como el que representa a Hugo Chávez, porque el ex presidente venezolano no le cae bien a mucha gente; tampoco le gusta desfilar con otros guerrilleros porque piensa que su disfraz pierde brillo. Solo Jennifer, una joven venezolana, es la única que desfila a su lado.
Cuando divisamos la plaza de la Paz, último tramo del desfile, Raúl Reyes sonríe y me dice en voz baja:
−Los forajidos, los piratas y los ladrones son admirados porque son transgresores.
También a la gente le gusta este disfraz, llevar un camuflado. Lo que pasa es que unos se lo toman muy en serio y lo quieren llevar toda la vida; por eso, si se lo quitan se mueren o los matan. Esa es la diferencia entre ellos y yo.
–¿Por qué cree eso?
–Porque yo sé que esto es un disfraz, que solo tiene sentido en el carnaval, no en otro lugar. Por eso a todos los que están en la guerra les falta valentía para desfilar aquí.
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Armando Ibáñez caracteriza desde hace siete años a Raúl Reyes. Trabajó como publicista en la primera campaña chavista.
*Profesor de la Normal La Hacienda,
Uniatlántico y Uninorte.