Para Gabriel Araújo, el bisturí de Zacapa
«Puerco manao, déjame trabajá, animalito del monte, no me dejas descansá»
Los Gaiteros de San Jacinto
La destacada antropóloga Nina S. de Friedemann, en su excelente estudio “Carnaval en Barranquilla”, señala que las carnestolendas de Joselito reclaman como fecha de iniciación el año de 1876. De ser así, nuestra fiesta más representativa estaría cumpliendo, oficialmente, ciento cuarenta años entre pecho y espalda. Lo cual significa, por paradójico que parezca, que se halla en la más tierna infancia, prácticamente en pañales, pues, como fenómeno cultural, el carnaval hunde sus raíces en un tiempo de dioses primordiales, protectores de la agricultura y los rebaños. Claro, este pretendido comienzo no sería otra cosa, en realidad, que la muy afortunada articulación de antiquísimas tradiciones grecolatinas con una gama miscelánea de festividades populares de extracción campesina, que arribaron a Curramba La Bella en tiempos en los que por el cauce del Magdalena lo único que caminaba era el agua.
«Lo interesante del carnaval barranquillero –sostiene la célebre autora de Herederos del jaguar y la anaconda– es el hecho de que los perfiles de su origen occidental sigan siendo la estructura básica sobre la cual se desenvuelve la fiesta: un ámbito de clases sociales diferenciadas, donde se destaca el culto a un personaje-símbolo, ritos de propiciación, entrega a la diversión, disfraces, máscaras y comparsas, vehículos para desfilar, batallas de flores, chorros de agua, confetis o sustitutos de él, como polvillos de colores o harinas, y la participación callejera de una multitud heterogénea entregada al desenfreno en expresiones variadas».
Ahora bien, si algo queda claro en estos primeros ciento cuarenta años del Carnaval de Barranquilla, es que «nunca nadie dirá la última palabra mientras la fiesta exista». Es decir, en tanto su influjo creativo se resista a la producción de objetos culturales en serie, «prefabricados», previsibles y convencionales. En este sentido, lo que distingue al Carnaval de Curramba es, justamente, su capacidad de sintetizar, de innovar sobre una partitura occidental fija, de improvisar a partir de un patrón establecido, de quebrar sus propios límites con base en la inagotable creatividad de sus verdaderos hacedores. Los mismos que han forjado, con el tesón de las entrañas, su música inigualable, sus máscaras y danzas legendarias, sus disfraces tradicionales, su diálogo transculturador con Europa, con las tradiciones africanas y prehispánicas, con los ritos del Cristianismo primitivo.
En términos generales, la visión carnavalesca del mundo, no hay que olvidarlo, supone un nuevo sistema de relaciones intersubjetivas. El carnaval crea una comunicación fluida, libre de restricciones, etiquetas o reglas de conducta. Es el tiempo de la profanación, de la lógica al revés, de la parodia, de la ambivalencia, de la burla y el sarcasmo, de la aniquilación de las diferencias. Hoy, claro está, cuando ya no se corona al ‘Rey de burlas’, las carnestolendas se pliegan con humildad al calendario católico y las reinas del carnaval brotan en ‘dinastías’ de los clubes opulentos, las cosas han cambiado un poco.
Pero, a decir verdad, el propósito de estas líneas no consiste en desempolvar los rasgos principales de un fenómeno cultural que, en sus orígenes, implicaba la abolición de las jerarquías, los privilegios, las reglas y los tabúes. Lo que interesa aquí, de momento, no es el carnaval en sí, sino su influencia en el campo literario, es decir, la carnavalización, la transposición providencial del carnaval al lenguaje de la literatura.
Hubo un tiempo, no muy lejano, en el que los estudios sobre el influjo del carnaval en la literatura fueron muy populares, tanto, que terminaron convirtiéndose en una auténtica comparsa de perogrulladas, de medias tintas, de lugares comunes. Algunos críticos, forzando los textos para estar a la moda, creyeron percibir la trillada teoría hasta en los Afectos espirituales, de la Madre Castillo, desconociendo que, en realidad, el único roce verdadero de la clarisa de Tunja con la menipea carnavalizada estaba dado, acaso, por su nombre de pila: Francisca Josefa de la Concepción del Castillo y Guevara.
Tanto fue el ‘perrateo’, que, hoy en día, los críticos que posan de ‘serios’, en un injustificado arrebato de pudor, se valen de toda suerte de ‘marimondas’ para sacarle el cuerpo a una de las teorías más hermosas y lúcidas que se han construido desde las poéticas clásicas hasta las teorías literarias poscoloniales.
Para el teórico ruso Mijaíl M. Bajtín, jerarca incuestionable de los estudios sobre el carnaval, la percepción carnavalesca del mundo y la carnavalización, hubo un tiempo, este sí bastante lejano, en el que se constituyeron y desarrollaron múltiples y heterogéneos géneros literarios vinculados entre sí por una raíz común, un aire de familia, un interno y secreto parentesco de hijo repudiado. En la Antigüedad, esta multiplicidad de géneros, que iban del sincretismo filosófico literario de los diálogos socráticos a los panfletos vulgares, pasando por la risa desacralizadora de la sátira menipea, se aglutinó en la vasta caravana de ‘lo cómico-serio’ y se opuso, a su vez, al ámbito de los géneros serios y respetables, tales como la epopeya, la retórica clásica y, sobre todo, la tragedia.
Pese a su extraordinaria diversidad externa, a su empaquetadura multiforme, a su estuche variopinto, todos los géneros cómico-serios reflejan, en el fondo, de algún modo, una indiscutible percepción carnavalesca del mundo, «una poderosa fuerza vivificante y transformadora y una vitalidad invencible». Lo cual es apenas natural, si se tiene en cuenta que todos, sin excepción, con sus cachitos de panela, abrevan como toritos bravos en las fuentes mismas del carnaval. De este modo, comparten tres rasgos fundamentales: la adopción de la actualidad, de la cotidianidad, como punto de partida para su interpretación y valoración de la realidad; su actitud profundamente crítica, subversiva y creativa hacia la tradición; y, lo cual es no menos importante, la definitiva heterogeneidad de estilos y de voces, la pluralidad de tonos, la mezcla de lo alto y lo bajo, de lo serio y lo ridículo, de lo sublime y lo grotesco.
Mención aparte merece, desde luego, la sátira menipea, «este género carnavalizado, flexible y cambiante como Proteo, capaz de penetrar en otros géneros, que tuvo enorme y aún no apreciada importancia en el desarrollo de las literaturas europeas, llegó a ser uno de los primeros portadores y conductores de la percepción carnavalesca del mundo en la literatura, incluso hasta nuestros días». ¿O no son, acaso, auténticas menipeas carnavalizadas El sueño de un hombre ridículo, de Dostoievski; la divertidísima e irreverente Maracas en la ópera, de Ramón Illán Bacca; “La noche feliz de Madame Ivonne”, de Marvel Moreno; “Tras el antifaz hay un aroma”, de Guillermo Tedio, o “Míster Taylor”, de Augusto Monterroso?
Ahora bien, las tres raíces de la novela, según Bajtín, estarían dadas por la epopeya, la retórica y el carnaval. Según el predominio de estas raíces surgirían, a su vez, tres líneas en el desarrollo del género en Europa: la épica, la retórica y la carnavalizada. Esta última forma novelesca es, justamente, aquella que ha experimentado, de una forma u otra, la influencia única y transformadora del folclor carnavalesco.
El carnaval es, o lo fue en algún momento del pasado, una suerte de espectáculo sincrético de naturaleza ritual. Una plaza de Moebius sin escenario ni división en actores y espectadores. Un fenómeno potente y complejo en el que no se contempla ni se representa, sino que se vive, según sus leyes particulares. En otros términos, un mundo al revés, donde se vive una vida carnavalesca, desviada de su curso ‘normal’. Una vida en la que las leyes, prohibiciones y limitaciones que determinan el curso y el orden de la vida normal se cancelan.
El mismo mundo al revés que percibe el joven García Márquez en un lúcido texto periodístico de 1950 titulado “El derecho a volverse loco”, en el que sostiene con alivio que, después de vivir todo un año bajo la lupa inquisidora de la cordura, llega el instante en que se nos garantiza, por fin, el supremo derecho a volvernos locos. Y advierte que «quizá no tendría ninguna gracia el carnaval; quizá pasaría inadvertida esta etapa febril, si no fuera porque cada uno de nosotros, en su fondo, siente el diario aletazo de la locura sin poder darle curso a su secreto golpear, a su recóndito llamado. La cordura es un estado simple, adocenado, completamente vulgar, bajo cuyo imperio lo único extravagante que podemos permitirnos, de vez en cuando, es la muy normal e inofensiva eventualidad de vestir colores más o menos encendidos que los del vecino de asiento».
Además de lo que señala con acierto Gabo, en su temprana reflexión, durante los festejos del carnaval se suprimen las jerarquías y las formas de miedo y etiqueta relacionadas con ellas. Se elimina la desigualdad jerárquica social y cualquier otra forma de desigualdad. Se aniquila la distancia entre las personas y se activa toda una serie de importantísimas categorías carnavalescas como el contacto libre y familiar entre la gente, la excentricidad, las disparidades carnavalescas y la profanación.
Pero, por sobre todas las cosas, el carnaval es la fiesta popular del tiempo, «que aniquila y renueva todo», con una ritmicidad cíclica que se halla en la base misma del rito doble y ambivalente de la coronación y el indefectible destronamiento del rey de burlas, una auténtica antítesis del monarca verdadero, algún miope y calvo bufón, con lo cual se inaugura y se consagra el mundo al revés del carnaval. Más allá de los innumerables ritos colaterales del carnaval, tales como los disfraces, las letanías, los intercambios de injurias, esta principalísima acción carnavalesca, resulta de suma importancia y supone, a todas luces, la confirmación del eterno retorno, del fuego carnavalesco que consume y renueva.
Es, desde luego, el fuego de la muerte, pero, a su vez, el de la resurrección. Por ello, Joselito, el símbolo de nuestro carnaval, muere y renace cada año «en el espíritu de todos los barranquilleros, con locos deseos de bailar, beber, correr y hacer el amor desenfrenadamente, hasta caer desmenuzado a manos de los mismos carnavaleros. Vieja costumbre en el mundo de la festividad: ¡al carnaval se le destruye simbólicamente después del goce, para dar paso a un período de arrepentimiento cristiano!».
Dos aspectos fundamentales y ambivalentes completan, sin la menor duda, el trípode sobre el que se sostiene el carnaval: la risa carnavalesca, descendiente directa de las más antiguas formas de la risa ritual, y la parodia desacralizadora, que no respeta «pinta», ni abolengos ni condición. Ambas enfilan su dinamita y todo su arsenal a «las instancias supremas: hacia el cambio de poderes y verdades, hacia el cambio del orden universal».
Estos fenómenos culturales, y otro más, permearon la literatura no solamente como elementos temáticos, sino, lo que es aún más importante, como ingredientes esenciales de su forma arquitectónica, de su percepción del mundo y de su proyecto estético. Es decir, la carnavalizaron de manera directa. Luego, al perder sus dientes el viejo carnaval, la carnavalización operó de manera indirecta, es decir, por el influjo de la literatura previamente carnavalizada. Por poner un solo ejemplo, el rito de la coronación y destronamiento del rey del carnaval contiene implicaciones que trascienden la simple peripecia y plantean, de frente y sin muchas vueltas, una profunda, mordaz e irreverente actitud frente al poder, su simbología e instituciones. Frente a lo establecido e incuestionable, el carnaval se mofa con una carcajada que desmitifica sin contemplaciones.
A su vez, contemplar el mundo desde el carnaval significa hacerlo con el horizonte abierto, despojado de los harapos prejuiciosos y vigilantes de una supuesta normalidad estéril y uniformadora. A causa de esto, el rito de la coronación y destronamiento ejerció una influencia extraordinaria sobre el pensamiento literario. Fue, precisamente, este rito el que determinó el tipo de destronamiento de imágenes artísticas de obras enteras, el que, sin duda, sigue impulsando con toda su potencia la dinámica interna de estructuración del campo literario.
Y todo lo anterior, porque, como dice Gabo, «durante cincuenta semanas, quienes todavía no tenemos suficientes méritos para ingresar a un manicomio, debemos limitarnos a vivir disfrazados de ciudadanos comunes y corrientes. Pobres transeúntes que van a su oficina, a la universidad, al café, simplemente, con el propósito de hacer algo completamente ridículo, pero que ya la comunidad cristiana se ha encargado de clasificar como honesto y edificante». Esto es lo que tiene el carnaval en su semilla, la misma que persigue incansablemente «el animalito del monte», la que en lugar de ocultar, revela el germen primigenio de la inconformidad, fundamento esencial e imprescindible de aquel viejo, pretencioso y obstinado arte de imitar la realidad a través de recursos tan precarios como los del lenguaje.
*Doctor en Literatura. Profesor investigador del pregrado en Filosofía y Humanidades de Uninorte.