La primera vez que me encontré con Ramón Illán Bacca fue en uno de los patios enormes y con árboles altos y frondosos que caracterizaban a algunas casas de Barranquilla.
Se trataba de una de esas fiestas con mil motivos en las que se habla de todo y con todos en estado de exaltación alegre. Surgían temas a borbotones y nadie cedía a la tristeza. Era de noche, con estrellas perdidas y un olor a herrumbre dulce jugaba en la brisa fresca.
La ciudad vecina, con sus construcciones acabadas de levantar, sus tres periódicos, las calles y avenidas anchas, sus jardines y zonas verdes de prados recién cortados, su muelle de cemento y de hierro que desde la playa parecía perderse en las olas del mar, encarnaba la imagen de la modernidad y el progreso. En los atardeceres de luz limpia se veían desde los edificios altos el río y flotando en la corriente los vapores pintados por Noé León. En la otra orilla, dormitaban los caimanes y en la espesura brillaban los ojos rasgados de los tigres. Un enorme planchón oxidado de máquinas de estruendo navegaba de una ribera a la otra transportando los camiones, buses y automóviles que iban y venían de Santa Marta y de los desiertos de La Guajira. La Heladería Americana con su muebles, de caoba oscura, espejos, perchas y los ventiladores lentos de techo silenciosos, tenían el aire familiar de un reducto de cosa nostra. Allí servían uno de los mejores ‹frozomalt› imaginables.
Desde esa vez Ramón Illán Bacca conserva rasgos característicos que lo hacen reconocible. Mantiene una especie de palpitación interior, un intranquilo estar y no estar, y un humor culto a flor de rostro, que obliga, a sus amigos a reír con anticipación al verlo.
Parece que Bacca hubiera tenido el privilegio extraño de haber escogido a sus parientes, sus confesores, sus tías, las situaciones de su vida, con la igual arbitrariedad feliz que utiliza para escribir sus ficciones y ponerle nombre a sus personajes.
Me ha despertado curiosidad un hecho. Ramón Illán, en un viaje a México conoció a Álvaro Mutis. Transcurrían en esos tiempos en que Mutis no estaba tocado por la fama y su infalible detector para conocer a la gente, unido a una irreverencia demoledora, acaso no eran las menores de sus virtudes. Seducido por el encanto y el ingenio de Bacca, lo conminó a que se detuviera en Bogotá, de vuelta a Barranquilla, y buscara a Arnulfo Julio. Le advirtió: «Usted, viejo, no puede seguir sin verse con Arnulfo». Me gusta conjeturar que Mutis percibió en Ramón y en Julio Jiménez una raíz común de locura subversiva que pondría una esperanza al anarquismo mundial.
Después de la catástrofe de su primer libro de cuentos, Marihuana para Göering, Ramón Bacca ha escrito unas novelas bellas, divertidas y experimentales.
Está intacto en él un gesto: el de un niño a punto de cometer una travesura. Pero antes de romper el florero ya está llorando. Y es ese pequeño destello de sufrimiento, que se empeña en disfrazar, el que dispone a sus amigos a protegerlo.