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¿Independiente?

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Domingo, Enero 21, 2018 - 00:15
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Soy un escritor nacido en la Costa Atlántica y domiciliado en Barranquilla. Este texto es sobre la independencia que he tenido como escritor, un tema complejo. Me daré a la tarea de responder dicha pregunta mencionando algunas de las liberaciones que he tenido.

Liberarme del olvido

En la Santa Marta de los años cincuenta, los de mi adolescencia, oía en las sobremesas el dicho del expresidente Darío Echandía: «Colombia es el Congo Belga sin los belgas». Bélgica era un sitio que había sido frecuentado por los ricos bananeros antes de la guerra. Había un sello colonial en la clase dirigente samaria: «Prefiero estar muerto en París o Bruselas que vivir en Santa Marta», fue una frase que oí varias veces entre risas cómplices.

Muchos años después, la historia del genocidio de diez millones de congoleses durante el reinado de Leopoldo II de Bélgica y los millones que este se gastaba en los casinos de Montecarlo, son de dominio público y los belgas ya no son un ejemplo. En la novela El corazón de las tinieblas, de Conrad, ya se había señalado el hecho. La frase de Echandía cayó en el olvido.

También, en mi ciudad natal había para los nacidos allí una zona vedada al tránsito. Los gringos de la ‹yunai› tenían un barrio exclusivo: ‹El Prado›, y solo era posible el paso si se mostraba un permiso especial. Así pues, si el habitante de ‹Pescaíto› (un barrio ahora famoso por ser la cuna de ‹el Pibe› Valderrama) quería ir a visitar a su pariente del barrio Manzanares, le era imposible hacerlo sin el dichoso carnet. Ya se había olvidado el reconcomio que se tenía al dar una vuelta por la pequeña ciudad y ver como en un momento aparecía la alambrada que dañaba el paseo. En mis años universitarios se me explicó que esa era una de las señales cuando se vive en un enclave económico.

Ahora, la Matanza de las Bananeras ocurrida en 1928, es un hecho histórico muy conocido. En Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez; La casa grande, de Álvaro Cepeda Samudio; Zigzag en las bananeras, de José Tovar Mozo; y Los muertos tienen sed, de Javier Auqué Lara, el hecho está presente y hay además, una multitud de cuentos y estudios sobre el tema. No ocurría así en mi infancia y adolescencia en Santa Marta. Confieso que no oí hablar sobre el suceso sino hasta cuando oí tocar el porro El helado de leche y alguien a mi lado dijo «Esa era la canción de moda cuando mataron a los huelguistas». Al preguntar en la sobremesa de mi hogar sobre qué quería decir eso, me encontré con un muro de silencio.

Muchas veces el precio de escribir es que nos acosa el pasado, un rechazo a una situación que resistimos y que se nos vuelve en la memoria como una huella en el cemento fresco, indeleble.

Un ‹no› a Macondo

Mi primera novela Deborah Kruel, fue escrita en 1985 y publicada en 1990 por Plaza y Janés. La novela trata acerca de una espía nazi en Santa Marta y tuvo un propósito consciente: liberarme de la fiebre del ‹macondismo›. Los temas de las novelas, después de la presencia omnipotente de Cien años de soledad, se volvieron repetitivos, las levitaciones, las viejas sabias apergaminadas, los patios encantados, eran temas obligados de muchos jóvenes que empezaban a escribir.

También en el periodismo los acontecimientos tomaban un aspecto mágico. Reconozco que en ese mundo medio rural uno se topaba con cosas insólitas. Por ejemplo, estando en ‹Aquí me quedo yo›, un bar del Ancón (un barrio de pescadores ya desaparecido en Santa Marta), de repente, en la red que enfrente estaban halando unos pescadores, quedó enredado un cuerpo extraño. Al abrir se vieron los restos de algo que podía haber sido un piano. Unas maderas enceradas, unas tablitas que parecían teclas daban pie a esa suposición. Al preguntarse todos los presentes ¿Qué podía ser eso? Un viejo cliente del lugar, Joaco Noguera, un antiguo cantante reemplazado por Nelson Pinedo en la orquesta Lastra, dijo en voz alta: «Y, ¿qué otra cosa puede ser? Es el piano del Titanic». A Joaco se le había olvidado, pero no a su frase.

Insisto, que aunque podía haber situaciones con lo maravilloso cotidiano, el realismo mágico se había convertido en forma desesperada de autores que fueran un antídoto contra el encanto de dicha corriente: Tolstoi, Chejov y Camus fueron algunos de ellos.

En Deborah Kruel hay capítulos en un Berlín de los años veinte. Quería cosmopolitismo, salir de Macondo. Conté lo que me decían unos primos inútiles que regresaron de Europa y USA expertos en bailar Charleston, y en chismes sobre la muerte de la reina Astrid de Bélgica. En la novela mencionaba todo tipo de películas desde las de Greta Garbo hasta mejicanas como La mujer del puerto del ruso radicado en México, Arcady Boytler, y actor en Viva México de Serguéi Eisenstein. Películas que, ¡oh sorpresa!, vi en un doblete de cine mejicano, en un pueblo de La Guajira cuando estaba de juez promiscuo municipal. Y digo esto porque fue así, acumulé datos, referencias, para situar el contexto. A pesar de toda esa carga la novela milagrosamente no se hundió.

Ahora en mi ciudad natal algunas personas se reconocen en Debora Kruel. Les contesto que vampiresas de largas boquillas al servicio del almirante Canaris, nunca hubo allí, que no sean optimistas. Los comentarios sobre la novela no abundaron. Sin embargo, Hubbert Poppel en su historia de la novela policíaca en Colombia dijo que yo no tenía influencia de Ian Fleming, y lo acepto porque yo casi no leo novelas policiacas.

La novela ganó una mención en el concurso de Plaza y Janés en 1987. Merecía mejor suerte. Cinco años después se publicó con reticencias, no hubo distribución ni publicidad. Ahora tiene dos pequeñas, pero nuevas ediciones.

Más escritura, menos charla
En los ochentas, años de mi madurez, tuve conciencia de la cantidad de escritores que conocía y que habían escrito muy poco: un poemario, algún artículo detonante, una buena crónica. Pero su actitud frente al mundo era la de ser resistentes al medio estrecho e intolerante. El talento estaba en sus obras y la genialidad en su conversación. Pienso en el poeta Artel contando en ‹El bar-bar-o› cómo sedujo a la rumbera y actriz mejicana Rosa Carmina en un bote de Panamá o al poeta Cañavera refiriendo su tórrido romance y su posterior matrimonio con la bolerista María Luisa Landín. Si hubiera tenido una grabadora se hubieran salvado unas obras maestras (por cierto que nunca pude entender por qué Jorge Artel escogió ese seudónimo antes que su verdadero nombre Agapito de Arco, más literario).

También es pálida la crónica ante el relato verbal que hizo el historiador Alfredo De la Espriella sobre la coronación de la reina del Carnaval, Cecilia Primera, en 1951. Cecilia Gómez Nigrinis regresó a Barranquilla piloteando su propia avioneta, pues era aviadora aficionada. El público rugió de entusiasmo al verla aterrizar. Eufórico el alcalde lanzó un decreto por el que se declaraba a Cecilia ‹Reina de los cielos de Colombia›. No contaba con las fuerzas del orden y enseguida se dio la protesta del arzobispo, pues reina de los cielos solo era la Virgen. Se solucionó el problema lanzando un contradecreto por el que se declaraba a Cecilia ‹Capitana de los cielos de Colombia›.

Es curioso pero en la Crónica su mejor week-end, el magazín deportivo literario del Grupo de Barranquilla, dirigido por Alfonso Fuenmayor y como jefe de redacción, el joven García Márquez, no se mencionara el hecho. Con avezados periodistas, cronistas, cuentistas y hasta un futuro premio Nobel en su equipo, la publicación, sin embargo, duró escasamente un año. Pero a donde quiero llegar es que los del Grupo de Barranquilla, a excepción de García Márquez, fueron más gente de estar en conversaciones en La Cueva a grito ‹pelado›, que en la soledad del escritor frente a su máquina de escribir.

La oralidad era la forma predominante de hacer literatura. Por eso se encuentran artículos periodísticos, editoriales de prensa, nunca un ensayo. Hay cuentos y algunas novelas cortas. Cepeda Samudio es un ejemplo de cómo hubo mayores expectativas que realizaciones. Sería interminable en citar todos los proyectos de libros que se diluyeron en la tertulia.

En mi libro Escribir en Barranquilla (Ediciones Uninorte 1998 – 2005) cuento, en trescientas páginas, la dificultad de escribir y publicar en esta ciudad, donde con frecuencia todo terminaba en la taberna. Se me puso de manifiesto que me era imperativo escribir y publicar y así liberarme de esa tradición de hablar más que escribir en el quehacer literario. En una conversación con Gerald Martín, estuvimos de acuerdo en que en Memorias de mis putas tristes, García Márquez estaba pensando lo que hubiera pasado si se quedaba en Barranquilla. ¿Terminaría como su personaje Mustio Collado?

¿Un escritor periférico?

El hecho de no vivir en la capital, centro de decisiones de editoriales y del mayor público lector, condiciona al escritor que vive en provincia. ¿En qué forma? Las frías estadísticas indican que desde el Cabo de la Vela hasta el Golfo de Urabá, en la Costa Atlántica colombiana, solo hay veinte librerías –quizás menos–. Si cada librería solo acepta cinco novelas recientes, en el mejor de los casos, solo habría para la venta cien libros en los ochos departamentos. Esto indica lo limitado del mercado y el que haya tan pocas editoriales, incluyendo las universitarias.

En la provincia miramos con atención todo lo que se da en la corriente central de la capital. Novelas sobre el narcotráfico, la violencia actual, la sicarial, las del desencanto de los jóvenes universitarios con la revolución, las del narco-sexo, las históricas del bicentenario. No somos periféricos con respecto a Bogotá, lo somos con respecto a las grandes corrientes que se desatan en los centros mundiales de cultura que tradicionalmente miramos. Pero es claro que en el resto del país –fuera de Bogotá y Medellín– no es fácil publicar. Puedo afirmar que una de mis liberaciones es haberme quitado la ansiedad de cómo voy a publicar. La vida me ha enseñado que a cada escrito, si tiene calidad, le llega su hora de publicación. También, que hay temas que me son extraños. A mi edad no puedo escribir sobre la rumba actual, me es desconocido el atlas erótico de Barranquilla.

Las editoriales que me han publicado: Lallemand Abramuck, Labrapalabra, IM editores, La Cifra, han sido de poco nombre y poca vida. Sin embargo, también he publicado con Plaza y Janés, Planeta y otras editoriales conocidas.

Puedo añadir que casi todas las publicaciones han sido una aventura. Marihuana para Göering (1980), mi primer libro de cuentos y publicado por Lallemand Abramuck, fue retirado de la circulación por el embargo que le hicieron al librero al día siguiente de su lanzamiento. Solo circularon cien ejemplares colocados en el ‹Bar–bar–o› y los que algún secretario de juzgado vendía a los libreros de segunda en el Paseo Bolívar. El cuento que le da título al libro no tiene que ver con el gordo nazi, jefe de la aviación alemana, sino con un joven juez en La Guajira, Göering Bermudez Díaz Granados, a quien su padre ‹malditizó› con ese nombre.

En 1999 la revista Semana mencionó el libro de cuentos como uno de los que podría tomarse en cuenta en un balance del siglo. No sé a quién le debo esa nota, pero me hizo muy feliz. En 2008 Marihuana para Göering fue reeditado por la Alcaldía de Barranquilla en una mención numerosa. También tuvo la versión maravillosa al francés de Jacques Gilard, de la que se puede decir como la frase de Borges que «el original le fue infiel a la traducción».

Aquí estas pocas líneas autobiográficas. Lo mejor de las autobiografías es que el personaje principal no muere.

Ramón Illán Bacca
sumario: 
Reproducimos un discurso en el que Ramón Illán Bacca explica los puntos de los que se ha tenido que liberar para considerarse a sí mismo un ‹escritor independiente›.
No

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