Yo no me llamo Ramón Illán. Me bautizaron Ramón, a secas, el Illán me lo puse cuando trabajaba en el Diario del Caribe. Como tenía tantos homónimos en Barranquilla, me busqué un nombre que no tuviera tocayos, y encontré en El conde Lucanor a don Illán, el mago de Toledo», me dice entre risas.
El escritor Ramón Illán Bacca Linares (Santa Marta, 1938) asegura que a sus ochenta años son muchos y muy distintos los universos que ha vivido. En cada uno de ellos ha habido un libro que lo ha marcado, y varios condicionaron su escritura. Prefiere aquellos llenos de peripecias y datos: «el más fabuloso de todos ha sido El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas, que no he vuelto a leer para no perder la magia. El que sí he releído tres o cuatro veces ha sido La montaña mágica, de Thomas Mann. Me gusta porque jamás encontré la montaña».
P ¿Te hubiera gustado escribir ese libro?
R Te respondo con un ‹sí› dubitativo. Hubiera preferido más escribir Corazón, de Edmundo de Amicis, que es la historia de un niño que busca a sus padres. Como yo también era niño cuando la leí, me dejó absolutamente desfigurado. Esas emociones que me generaron los libros denominados infantiles no volví a encontrarlas en los libros de la adultez, que admiro de una manera más cerebral. Otro fue La bella platera, de Ponson du Terrail, que leí cuando estudiaba en el seminario; lo cubría con un forro distinto, de álgebra, para que no se dieran cuenta de que lo estaba leyendo. No era un libro prohibido, pero trataba de la transgresión y el pecado, así que no era solo leerlo sino que podrían expulsarme si lo veían.
P ¿Qué otros libros leíste en tu época del seminario?
R Eran los años cincuenta, en Medellín. La Biblioteca Pública Piloto tenía estantes llenos de discursos de El Benefactor, de Leonidas Trujillo, pero no había posibilidad de leer a Proust porque no estaba. En la Universidad Pontificia Bolivariana, que fue donde empecé a estudiar, la biblioteca se dividía en ‹Libros para gente bien formada› y ‹Libros para gente no bien formada›. Como yo nunca califiqué para la primera opción, me tuve que atener a los libros que me prestaba mi gran amigo Alberto Galofre. Álvaro Tirado Mejía me prestó El lobo estepario y Demian, de Hermann Hesse, y el nadaísta Humberto Navarro, apodado ‹Cachifo›, me habló bien de Karen Blixen y sus Siete cuentos góticos. También leí autores católicos como G. K. Chesterton, Georges Bernanos, Graham Greene, Léon Bloy o François Mauriac, la mayoría olvidados hoy. Los libros me llegaron por recomendación de amigos porque jamás tuve un mentor que me guiara; además, yo no estaba estudiando literatura sino derecho.
P En Medellín conociste a los nadaístas.
R En 1958 fue la primera manifestación nadaísta. Yo estaba ahí con mis amigos Álvaro Tirado Mejía, Luis Antonio Restrepo y Jorge Orlando Melo, y vimos cuando llegaron unos pelucones. Gonzalo Arango leyó su Terrible 13, manifiesto nadaísta, y a nosotros nos interesó lo que estaban haciendo. Inclusive, podría decir que éramos compañeros de ruta, porque nos sentábamos con ellos y los escuchábamos: nos hablaron de Allen Ginsberg, Jack Kerouac y la Generación beat, que en ese entonces no existían en las librerías de Medellín; ni siquiera se conseguía a Henry Miller, a quien leí por una traducción de un amigo de Gonzalo Arango que nosotros hacíamos circular. La gente ya no recuerda, pero en esos tiempos había censura de libros y de películas.
P Después de estudiar llegaste a Barranquilla. ¿Cómo era el ambiente cultural de la ciudad?
R Llegué a Barranquilla en 1961, pero apenas estuve ese año. Luego me fui y estuve ocho años en el interior del país. Yo era un ‹pelao› de veintitrés con más vida política que literaria, pendiente de la Revolución cubana y del MRL. La primera vez que estuve acá leí a Hemingway y Steinbeck en la Biblioteca Departamental; Meira Delmar ya era la directora de la biblioteca, y fue ella quien me recomendó Fiesta, de Hemingway. Entre los referentes literarios locales estaba el médico Daniel Caicedo, quien escribió una novela de la violencia llamada Viento seco. Álvaro Medina escribía cuentos. Julio Roca era un gran lector. Estaba Álvaro Cepeda, pero poco hablé con él. La Librería Nacional era un buen sitio de reunión, aunque debo admitir que el nivel de lectura de la ciudad no era el mejor.
P El primer cuento que escribiste se llamó Faltan dos patas para el trípode (1973). ¿Cómo creaste ese relato?
R No tardé mucho en escribirlo. La historia es sobre un tipo impotente que se confiesa ante un sacerdote. El personaje le cuenta cómo durante su infancia tuvo pensamientos pecaminosos con una empleada doméstica. Su confesor lo recrimina, pero lo absuelve porque a su pecado le faltan dos de tres condiciones para ser considerado mortal. El cuento salió en El Espectador, pero no tuvo ningún comentario. Mucho tiempo después, alguien escribió en una revista de Miami una reseña del cuento y me comparaba con Macedonio Fernández, cosa que me pareció muy divertida.
P De todos los cuentos que has escrito, ¿cuál te gusta más?
R Yo no soy un cuentista prolífico, apenas he escrito veintiocho. Mi favorito es El silencio (2010), que es de los últimos. El que más se ha publicado en antologías es Si no fuera por la zona caramba (1979), seguramente por su tinte político. Hace años, un profesor de la Universidad de Antioquia escribió una nota en El Espectador diciendo que ese cuento era muy malo, que por qué había salido en una antología. Yo le contesté que estaba de acuerdo con él, que a ese cuento le faltaba un buen remate, y le pregunté: «¿pero qué podemos hacer nosotros dos frente a tanta gente a la que sí le ha gustado?». Marihuana para Göering (1975) fue presentado en el Teatro Popular de Bogotá, eso sí, yo no recibí ni un peso, ni siquiera me avisaron. ‹Pacho› Bottía y yo hicimos un guion para cine con este cuento y lo mandamos a Focine, pero no pasó nada.
P ¿Cuándo pensaste en escribir una novela?
R Durante mucho tiempo solo escribí artículos periodísticos. La novela me parecía una cosa grandiosa, excelsa. Fui motivado, tal vez, por algún concurso. Ya había escrito el cuento En la guerra no hay manzanas (1976), que es el embrión de Deborah Kruel (1990), mi primera novela. La empecé a escribir en 1985, bajo ese tsunami que era García Márquez, cuando nadie quería leer a un autor distinto y mucho menos de la misma región. Para desmarcarme del realismo mágico escribí sobre la Berlín de los años treinta, que por supuesto no conocí. En Deborah hay una escena mágica de unos pianos navegando, pero todo lo demás es realismo. Escribir algo así en un momento en el que hasta los periodistas estaban ‹garciamarqueando›, fue una manera de buscar otro camino que nadie notó. Pero mi novela favorita es Maracas en la ópera (1996), porque con ella gané un premio.
P ¿Hay otra razón por la que te gusta Maracas?
R¿Te parece poco la economía?
P ¿Cómo te ha ido con la crítica?
R Los críticos no se han ocupado mucho de mí. Sobre Deborah hay un artículo de una biblioteca de Washington recomendando autores latinoamericanos como Octavio Paz, Isabel Allende y yo, cosa que naturalmente me animó. A Antonio García le dio durísimo Disfrázate como quieras (2002), pero la verdad es que soy un escritor casi oculto.
P ¿Qué estás escribiendo ahora?
R Terminé una novela llamada Ulises se equivoca, pero fracasó. De ahí saqué una nouvelle que aún no tiene título, y me parece que está bastante bien. A las editoriales no les gusta publicar ese género, cuando es el ideal. ¿Qué es La metamorfosis, sino una nouvelle?
P ¿Qué libro quisieras que todo el mundo leyera?
R Yo no quiero recomendar nada a nadie, nunca. Que cada cual se busque a sí mismo y se encuentre, si es que lo logra. Me he equivocado tantas veces que me niego a hacerlo.
P Al menos dime qué estás leyendo.
R La casa de los veinte mil libros, de Sasha Abramsky (Periférica, 2016).