A
Mi abuelo murió un jueves en la mañana de un enero caluroso y húmedo. Un mes en el cual cambiaron a casi todo el personal de la biblioteca, por lo que fue necesario invertir varios días en la inducción del nuevo personal, jovencitos recién salidos de la universidad y uno que otro cincuentón encargado de sacudir y barrer. Me limité a repetir las indicaciones tratando de ser muy explícito en cuanto a lo que yo consideraba obviedades, como enviar a procesos técnicos los libros maltratados, sea un simple rayón o una hoja suelta. Ante las preguntas repetitivas, ya con el ánimo decaído, perdí el interés en confundir a los incautos con alguna recriminación sarcástica y decidí obligarlos a leerse el reglamento. Lo de mi abuelo fue, contrario a lo que podría pensarse, una especie de aire fresco al inicio de aquella tediosa mañana. Estaba plenamente justificada mi ausencia toda la semana, alguien más tendría que arreglárselas con las disposiciones erradas de los libros en las estanterías o las quejas de los usuarios por el incumplimiento en alguna renovación.
Mi mamá ya había colgado y yo seguía con el celular en la oreja. Miraba sin mirar los grumos de café, lentamente revolví con la cucharita el líquido moteado. Tomé un sorbo y dejé el teléfono sobre la mesa. Recordé las mascotas de mi abuelo, una gran variedad de perros, todos con nombres convencionales e infantiles, como Fufurú, Nerón, Chispas, Pepe. Supuse que era necesario llamar inmediatamente a una aerolínea, reservar un tiquete. Terminé el café y sentí el repentino impulso de ir al trabajo y no salir de allí nunca más.
En la noche, la intranquilidad se acrecentó. Antes de subirme al avión me tomé tres whiskys. Dormí por momentos. Las turbulencias sacudían las imágenes del sueño, hacían del aparato volador parte de una historia de vampiros salidos del subsuelo. En los últimos meses solo soñaba con vampiros o con morsas. Al recoger las maletas me sentí mareado, con ganas de vomitar. Tal vez por el calor, por el olor dulzón de la fruta podrida o la ausencia de dolor.
Las luces de la casa estaban apagadas. La calle, desierta. Solo vi a un celador fumando junto a un árbol, miraba al cielo obstinadamente. Unos metros más adelante reconocí el Renault 12 de Efraín, la luz amarilla de la farola resaltaba su carácter transitorio y sentimental, un ready made microapocalíptico. Bajé la cabeza, moví con la punta del zapato una tapa de cerveza, miré de nuevo a la casa, por una extraña razón sentí que no había sido invitado. Recordé un chiste sobre funerales, me mordí el labio inferior y asentí leve pero repetitivamente, por qué vine, me pregunté, al instante timbró el celular, era Lucrecia, le dije ya llegué, y la escuché llorar.
B
Santiago, aún aturdido por la borrachera de la noche anterior, buscó en el interior de los cuatro buses que salían a las ocho de la mañana para Cali y no encontró a Benjamín. Introdujo la moneda en la ranura del teléfono público, notó que su mano temblaba, pensó en un café y un cigarrillo. Su tío contestó. Su tono de voz delataba una falsa sorpresa, una frasecita típica mal aprendida se deslizó a través del cable, ¿Sara no le dijo? Salimos a las diez. Santiago hizo una mueca, una mezcla de desprecio y cansancio, o algo parecido. Antes de colgar confirmaron de nuevo la hora, por rutina, y se despidieron con sequedad. Santiago sacó otra moneda y llamó a Catalina, su novia hasta la semana anterior. Ocupado. Dejó descolgada la bocina, no sin antes asegurarse de que nadie lo veía. Él creía que eso era un acto antiestablecimiento. Antes de pedir el café había dicho carajo cuatro veces.
—¿Dónde tenés la maleta?
La voz de Benjamín salió débil, suave, ajena a un fumador compulsivo como él, y aunque sabía la respuesta, aguardó, arqueando las cejas, con las manos rígidas, sus gruesas venas en relieve y los labios resecos, como si lo que esperara fuera cualquier tipo de contacto. Santiago introdujo el morral en la cajuela después de sacar el walkman y cuatro casetes sin sus respectivas cajas. Metió cada par en los bolsillos traseros de los jeans y miró a su tío a través de los lentes oscuros. Notó su apariencia de cuarentón cuando apenas rozaba los treinta y dos. Creyó haberle contestado.
—Voy por agua. ¿Querés?
Benjamín sacó un cigarrillo y negó con la cabeza entrecerrando los ojos.
Santiago compró una soda y un Alka-Seltzer, leyó un titular de Vea que estaba en el estante de revistas: “Metalero mata a su hermana de quince años en nombre de Satanás”. La fotografía del supuesto asesino estaba un poco borrosa, y el dibujo del diablo diagramado a su lado parecía sacado de una película de Disney. Al cabo de unos minutos se hizo consciente de sí mismo y se vio contando las burbujitas del vaso de soda con el Alka-Seltzer disuelto. De un tirón se la bebió. El reloj electrónico con números verdes que pendía del techo marcó las 9:52 cuando lo miró. Apretó play en su walkman, reconoció con agrado los acordes y cantó solamente la primera frase, come as you are, pues siempre había sido muy malo para aprenderse las canciones en inglés.
El aire acondicionado del bus lo relajó. Apoyó la cabeza contra la ventanilla. El motor estaba encendido. Cerró los ojos y unas líneas vertiginosas y fosforescentes aparecieron en sus párpados cerrados.
—¿Y Nico? —preguntó Santiago, sin mover la cabeza, cuando sintió a su tío acomodarse en la silla.
—Enfermo todavía. De pronto Jorge se aparece.
—¿Ya se vieron?
—¿Quiénes?
—Jorge y Alicia.
—No hace sino llamarla. Él cree que después de cinco años las cosas van a mejorar, como si uno volviera de Buenos Aires para seguir en las mismas con los mismos… ¡Qué pereza ver a don Aurelio! —Santiago se imaginó el rostro de su tío, atribulado—. ¡Hubiéramos celebrado el regreso de Alicia en la finca de su mamá y no por allá tan lejos!
Santiago seguía viendo las líneas de colores. Poco a poco empezaron a formar figuras. Quiso descubrir un elefante. Pero no, no parecía
realmente un elefante. Pensó que siempre había escuchado a su tío referirse a su propio padre como don Aurelio, cuántas verdades se escondían tras esa falsa muestra de respeto por aquel hombre, el patriarca, el artífice, el indicador anímico de los triunfos o fracasos existenciales de cada miembro de la familia.
Benjamín continuó:
—Su mamá estaba como un
tití anoche, por la borrachera
que se pegó.
—Está como loquita ella, ¿no? —Al instante pensó en Catalina.
—Todas las Franco están loquitas. Si no, míreme a mí —sonrió y tocó levemente el brazo de Santiago, doblando la muñeca con gracia, y añadió al ver la venda en la mano de su sobrino hecha por una desconocida la noche anterior, tras cortarse con una botella quebrada—: ¿Qué le pasó ahí?
El bus arrancó.
—¿Dónde? —preguntó sin levantar la cabeza ni abrir
los ojos.
—En la mano.
—Me picó un cangrejo.
—¿Un cangrejo?
—Sí. Un cangrejo satánico.
SOBRE EL AUTOR
Jacobo Cardona Echeverri. Antioquia 1978. Fue ganador de la Beca de Desarrollo de Proyectos Cinematográficos de la Fundación Carolina y Casa de las Américas, Madrid, España (2011), y Beca del Laboratorio de Guion Cinefilia, Medellín (2014). Ha publicado varios libros, entre ellos ‘Las vidas posibles’ (14 Premio Internacional de Novela José Eustacio Rivera (2014), e ‘Historia de los objetos insignificantes’ (2015).
La aventura de narrar
A manera de presentación
en el libro (fragmento)
Por Heriberto Fiorillo*
El Premio Nacional de Cuento La Cueva fomenta y estimula la escritura entre los colombianos y premia anualmente a los mejores. Me imagino este año a los jurados, decepcionados tras la infructuosa búsqueda de once cuentos que necesitaban para completar los 25 de la idealizada antología. Me los imagino discutiendo qué hacer para no aparecer soberbios en su juicio ni despreciativos del esfuerzo de tanto cuentista nacional, unos mil trescientos que se atrevieron a medir sus fuerzas por un premio respetable y sustancioso como este. Al seleccionar los excelentes catorce cuentos que recomiendan publicar, los jurados señalan que la mayoría de los participantes ignora las características del género y exhibe vicios de forma y de fondo. Por un lado develan una pobreza de recursos formales y por otro abusan de la violencia como tema recurrente, lugar común de casi todos sus relatos. La observación obliga a una reflexión personal y masiva. Personal, en cuento que exige a cada escritor una análisis de las historias que selecciona y sus maneras de contar. Masiva, porque el número de personas que se asumen escritores en Colombia es muy grande y así de grande y nacional debería entonces de sentirse el remezón.
*Director de la Fundación La Cueva.