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La lección del troyano

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Domingo, Marzo 13, 2016 - 00:00

No tuve la buena fortuna de conocer al profesor Alberto Assa, pero, como dijera Francisco de Quevedo, hace años lo «escucho con mis ojos» y mantengo con él una amena conversación. Y es porque Assa es una de esas grandes almas a las que la imprenta libra de la muerte, aunque también en él se conjugó el don de la acción, y por sus gestas perdura en la memoria tras los veinte años de su fallecimiento que ahora se cumplen.

De lo anterior dan fe las obras físicas que concretó en Barranquilla y que ya son instituciones insignes de la ciudad: el Instituto de Lenguas Modernas, la Facultad de Idiomas de la Universidad del Atlántico, el Concierto del Mes y acaso la más eficaz: el Instituto Experimental del Atlántico José Celestino Mutis.

Troyano de origen, pues nació en ese país de tránsito entre Europa y Asia, padeció la pérdida de las Troyas modernas en las guerras de Alemania, España y su propia Turquía, hasta cuando arribó a Barranquilla en 1952. Y, como un Ulises que encuentra al fin su Ítaca, comprendió entonces que el estrecho sendero hacia las utopías solo es posible mediante la educación. Mas no el trillado camino de quienes toman el sagrado oficio de formar como un jugoso negocio para brindar a los futuros mandamases la petulancia que requieren para asumir su rol, sino el más arduo y siempre postergado: el de conocerse a sí mismo y reconocerse en los llamados ‘otros’.

Muchas horas de estudio, por no decir todas las horas de la vida, requiere ciertamente el ejercicio de conocernos o, lo que es igual, de reconocernos. Y para ello no está mal que los niños dediquen la jornada completa a asimilar herramientas para lograrlo cuando ya no lo sean. A veces, he escuchado al respecto ideas tan absurdas como que con tanto tiempo dedicado al aprendizaje de lenguas, ciencias y artes, como se intenta cada jornada en el Experimental, los adolescentes pierden la oportunidad de ‘socializar’. Cuando quizá sea al revés, que por ‘socializar’ antes de tiempo nunca aprenden a convivir en comunidad.

En un fragmento de las Cartas kambules de Adil Savinkan, obra que Alberto Assa publicó primero por entregas en su columna “El rincón de Casandra” y que debiera hacer parte del plan de estudios de nuestras facultades de Educación, el álter ego del profesor pone en boca de un viejo ciego la única lección que debemos aprender y que nuestra cabeza dura se niega a asimilar por más que nos esmeremos, particularmente en nuestro país. Con ella termino mi homenaje:

Una antigua canción
Y el viejo ciego, tras breve silencio que se impuso a cuantos le rodeábamos, empezó con voz queda y suave, a la vez profunda y cálida, la canción del poeta, quien al ver a una joven que corta flores, le pregunta:
¿Por qué cortas la flor, como tú tan bella, cuya vida ya es más breve que la tuya?
Y a un cazador que le dispara a un ave, le dice:
¿Por qué matas al pájaro, más inocente que tú, cuyos párpados antes que los tuyos se cerrarán?
Y al rey, que después de la batalla quiere degollar al enemigo vencido, le grita:
¿Por qué das muerte al hombre que como tú algún día debe morir?
[Y el viejo ciego repitió] a guisa de título postrero:
¿Por qué das muerte a quienes han de morir?
Alberto Assa. 


Alberto Assa en el balcón del Instituto de Idiomas.

Antonio Silvera Arenas
sumario: 
Como un Ulises que encuentra al fin su Ítaca, comprendió que el estrecho sendero hacia las utopías solo es posible mediante la educación.
No

Latitud 20 de marzo de 2016

Voces espirituales en el Caribe colombiano

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Domingo, Marzo 20, 2016 - 00:00

Cada mañana de domingo, el punto más alto de la isla de San Andrés parece convulsionar en torno a una fiesta. Se trata del ya tradicional Sunday Service de la Primera Iglesia Bautista, ubicada sobre una pequeña colina en el alma del sector conocido como La Loma. Desde el templo puede divisarse toda la isla, y constatar el número de colores que dibujan su mar hasta perderse en la lejanía. Mientras, dentro de los ya centenarios tablones de madera que conforman sus paredes, retumban platillos de batería, cuerdas de guitarra y los tubos de un antiguo órgano, acompañados de decenas de voces que, vestidas de blanco, entonan himnos en inglés. Distinguiéndose de otros cultos religiosos en los que el discurso y los rituales son el eje central mientras que las melodías se constituyen en un leve complemento, en las iglesias raizales las intervenciones musicales son constantes y extendidas; las lecturas e interpretaciones parecen solo intermedios para tomar nuevos aires.

La fuerza de aquellos cantos deja claro que el góspel, a diferencia de otros géneros tradicionales de la isla que se encuentran casi extintos, está muy lejos de desaparecer. La razón no es caprichosa, el góspel no solo se encuentra ligado a la espiritualidad de la mayor parte de los isleños, también está integrado a su historia, a sus fortalezas sociales, culturales e incluso políticas.

El góspel nació en el sur de los Estados Unidos a finales del siglo XVIII, dentro de la tradición de los Black Spirituals, una adaptación que los esclavos convertidos al cristianismo realizaron de los himnos que se entonaban durante los cultos protestantes. El góspel podría considerarse la primera creación musical afroamericana; combina una instrumentación occidental con elementos propios de la cultura africana como el baile, las palmadas y fundamentalmente la percusión. Los mecanismos de transmisión oral también resistían en sus letras, al sincretizar las epopeyas de héroes negros con las proezas de los grandes patriarcas bíblicos, como Moisés, Josué y Gedeón. Para los esclavizados no fue difícil identificarse con la historia del pueblo de Israel, la opresión sufrida a mano de los egipcios y su posterior emancipación se convirtió en una voz de esperanza para aquellos hombres y mujeres subyugados por la barbarie, una voz que ellos decidieron alimentar a través de sus propias gargantas y convirtieron en una de sus pocas alegrías.

Esos cantos adquirieron pronta popularidad y se diseminaron por todo el Caribe angloparlante a través de los misioneros.

Ya en el siglo XX, gracias a la fama de la cantautora y guitarrista Rosetta Tharpe, una predicadora de la fe bautista que cobró amplia popularidad en los años cuarenta, se extendió masivamente. Sister Tharpe, como era conocida, buscaba hacer llegar la palabra a más oídos, por lo que experimentó son sonidos propios del jazz y el blues que, con el tiempo, dieron lugar a otras variantes de góspel más comerciales. Con la aparición de cantantes como Mahalia Jackson y la legendaria Aretha Franklin, que incluían en su repertorio letras con temas no religiosos, el género se encaminó a lo que hoy conocemos como góspel contemporáneo. 

En Colombia, aunque el góspel es desconocido a nivel continental, sus ínsulas en el Caribe muestran un prolífico potencial.


Coro Juvenil de la Primera Iglesia Bautista, de San Andrés.

Leonor Umbacía, gestora cultural y organizadora del Encuentro anual de coros de las Islas de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, que este año llega a su trigésima quinta edición, nos aporta una idea: «En el 2015 participaron en el festival más de 30 coros, cada uno de ellos agrupando entre 20 y 50 personas. Todos interpretaron por lo menos un canto góspel en su presentación». La organizadora aclara que esta es solo una muestra, ya que solamente en San Andrés existen más de 80 iglesias de diferentes denominaciones religiosas, y cada una cuenta en promedio con tres coros. 

 

Arribo del góspel al Archipiélago
Fady Ortiz Roca, magíster en estudios del Caribe y docente de la Universidad Nacional, señala la importancia que tuvo la llegada de las misiones bautistas en la historia cultural del Archipiélago. Todo comienza en 1833, con la proclamación de libertad que la Corona británica ordenó para los africanos esclavizados en sus colonias caribeñas. Aunque el Archipiélago ya se encontraba bajo dominio colombiano, Mary Livingston, una de las terratenientes de la isla de Providencia y quien para ese entonces vivía en Jamaica, decidió obedecer la disposición de su gobierno, por lo que envió a su hijo mayor: Philip Beekman Livingston, a dirigir la liberación de los esclavos y la repartición de sus tierras entre los mismos. Beekman, quien era ministro religioso de la fe bautista, no se limitó a cumplir la orden de su madre, además dio inicio a una cruzada para conseguir la emancipación de todos los esclavos, a la vez que sumaba conversiones para su credo. Aunque los grupos protestantes tenían presencia en las islas desde el siglo XVII, la labor de Beekman y su trascendencia social lograron un calado más hondo. Beekman estableció una escuela en San Andrés, y la primera iglesia en el año 1844, la misma que hoy se alza majestuosa en un risco del que se enorgullecen no solo los bautistas, sino todos los sanandresanos. De alguna manera, la edificación de ese templo también se constituye en la piedra angular de la cultura raizal.

El góspel se introdujo a la isla como parte del corpus religioso que fue fortaleciéndose con la llegada de otros ministros, y aquellas mismas canciones que habían servido de consuelo para otros esclavizados, se constituyeron en una experiencia espiritual liberadora. El antropólogo Darío Ranocchiari considera que las iglesias y los ritmos religiosos resultaron ser un auténtico catalizador de identidad para los isleños. En su investigación “Música y etnicidad en el Archipiélago de San Andrés y Providencia” explica que la campaña de Beekman además de liberar a los esclavos, también los constituyó en personas al darles derecho a una propiedad, no solo material, sino también cultural. Estos nuevos ritmos no estaban emparentados con el europeo que los desarraigó y los confinó a un entorno foráneo, tampoco a la identidad colombiana que forzosamente se les quiso imponer y que hasta 1851, con la Ley de Manumisión, no reconocía su humanidad y ciudadanía. Era algo distinto, que sin poder saberlo, estaba en sintonía con ellos mismos, con aquella esencia que habían dejado del otro lado del Océano Atlántico. La opresión de la que hablaban las canciones estaba en su historia colectiva, una liberación mediante la fe era la realidad que emulaban en esos instantes.   

El arraigo del góspel, como decíamos anteriormente, es una cuestión espiritual, tan visceral para los sanandresanos que fue capaz de permear las barreras religiosas. El catolicismo y demás credos se vieron obligados a entender que esa música, antes que propiedad de una denominación religiosa, es un patrimonio del pueblo. Desde hace décadas las iglesias católicas cuentan con sus propios coros, y al igual que en la Bautista, estos dominan la misa.

El sacerdote Marcelino Hudgson señala que muchos sacerdotes católicos, él entre ellos, tiene un pasado protestante, esa influencia habilita un sincretismo que para muchos hace difícil distinguir un servicio católico y uno bautista, o relacionar una misa en la isla y otra en el continente. «Finalmente, lo importante es la comunión con Dios, y los isleños hemos aprendido a establecer esa conexión por medio de la música», concluye.


La Primera Iglesia Bautista, donde se mantiene la tradición del góspel: entonar himnos religiosos en inglés.

Las voces del presente
Las influencias externas, el auge de los medios de comunicación y la falta de arraigo de las identidades ancestrales son peligros a los que están sometidas las tradiciones. Y aunque San Andrés, Providencia y Santa Catalina no están menos expuestas, también están llenas de guardianes culturales que guerrean a diario con estas corrientes, evitando que la tradición musical isleña caiga en la escucha del olvido.

Desde los años noventa se instituyó el Green Moon Festival, un homenaje a la música, tradición e historia raizal, que ha ganado una importante repercusión a nivel local y nacional. Pero antes de este, desde 1981, Leonor Umbacía y otros gestores dieron inicio al Encuentro anual de coros, que se inició con una contada afluencia, y que hoy recoge tantos participantes que ha tenido que ensancharse, desafiando su propia capacidad. Los participantes no solo exaltan el valor del góspel tradicional y contemporáneo, también de otros géneros como el spiritual. Este festival se constituye en el medio de difusión del góspel a otros rincones del país.

Por su parte, la Organización Raizal con Residencia Fuera del Archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina (Orfa) lleva a cabo anualmente la Semana Raizal, en Bogotá, un cúmulo de eventos que exaltan los valores isleños en la capital del país y que cuenta con la participación de algunos de los coros que asisten al festival.

En la década de los noventa, gracias a la gestión del maestro Moisés Consuegra, algunos intercambios llegaron a encuentros corales con sede en Barranquilla y Santa Marta, pero la falta de apoyo a estas iniciativas impidió que pudieran consolidarse. 

La señora Leonor, organizadora del Encuentro Anual de Coros de San Andrés, destaca que el festival se hace posible gracias al apoyo del Ministerio de Cultura, el auspicio de las iglesias, pero principalmente la disposición de los maestros de música que dirigen estos coros, permitiendo que las nuevas generaciones abracen su belleza e importancia. Una labor que en su juicio no es lo suficientemente reconocida y remunerada, lo que acrecienta el valor de quienes lo hacen por una motivación auténticamente espiritual. Entre ellos se destaca la profesora y pianista Rima Ayala Gordon, quien ha dirigido múltiples grupos, y en el año 2013 fue escogida por el Ministerio de Relaciones Exteriores y su programa Diplomacia cultural y deportiva, para llevar una muestra de los coros típicos isleños hasta Bangkok, en Tailandia.

La profesora Ayala se dio a la tarea de seleccionar 21 niños entre los distintos coros existentes, conformando un grupo de múltiples edades y confesiones religiosas. Ella considera que la experiencia «fue algo inigualable, que nos permitió tener otra idea de la música y de nosotros mismos, al tener la oportunidad de aportar desde nuestro universo cultural. Después de la apertura del puerto libre que atrajo a tantas personas de afuera, nuestra música y nuestra lengua son lo que nos identifica y mantiene nuestra conexión con nuestra historia común».   

Sergio Bent, productor audiovisual y gestor cultural de las islas, cree que la lucha tiene que librarse utilizando las armas que se han convertido en enemigos, configurarlas en favor propio, demostrar así el valor y la competitividad de nuestras raíces. Es por eso que de la mano del canal local Teleisla desarrolló el proyecto más revolucionario en torno al góspel de los últimos años: Voice from the Soul, un reality para cantantes de góspel contemporáneo.

El programa contó con dos decenas de participantes y un formato que hasta entonces no se había utilizado en la televisión local. Para Sergio, este programa permitió ponerle rostro a todas las iniciativas que hay en la isla en torno al góspel, demostrando la existencia de talentosos artistas que están a la espera de una oportunidad. «En otras islas del Caribe, el góspel tiene una trascendencia superior, muchos músicos han logrado sacar adelante el género y producir importantes propuestas a través de él. Este proyecto solo quiso demostrar que en nuestras islas también es posible; estos jóvenes están a la espera de los medios que permitan capitalizar su talento».

Al examinar detalladamente la relación del pueblo raizal con este género, no se nos hace difícil coincidir con lo dicho hace un par de siglos por el filósofo alemán Arthur Schopenhauer, cuando afirmó que la música era el arte más sublime, porque es una forma de comunicación universal. Para los isleños fue el canal que les permitió comunicarse con Dios, con su creación y con ellos mismos, permitiéndoles reconstruir una identidad perdida tras el desarraigo sufrido desde África. Una identidad que –pese a su aparente lejanía– también hace parte de nuestra conciencia como caribeños, del espíritu colectivo que integra a los que nacimos rodeados por este mar. 


Coro Ministerio  Adventista Hossana.

John William Archbold
sumario: 
El góspel como género musical está integrado a la espiritualidad de la mayor parte de los isleños de San Andrés y Providencia, en iglesias bautistas e incluso católicas. Anualmente se realiza un festival con delegaciones de más de 30 coros.
No

La sagrada espuma de los capuchinos

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Domingo, Marzo 20, 2016 - 00:00

A mi madre santa,
a quién le hubiera gustado leer esta crónica

―Levantemos el corazón ―dice el padre Alfonso Miranda.
―Lo tenemos levantado hacia el Señor ―contestan los feligreses de la Parroquia Nuestra Señora del Carmen.

Desde pequeño me han emocionado estas palabras de la eucaristía, no tanto por su contenido místico o religioso, sino por su belleza poética. Levantar el corazón, más que llamarlo a filas y ofrecerlo como un soldado a Dios, es robarlo por un momento a su función biológica y brindarlo a otra instancia más sutil. Levantar el corazón es sacarlo por un momento de la corriente de la vida y mantenerlo en vilo fuera del tiempo y el espacio.

El padre Alfonso comienza entonces el ritual de la consagración, esa fábula cristalina en que lo invisible se encarna en algo tan cotidiano y terrenal como el pan y el vino. Con la mirada concentrada primero en la ostia y luego en la copa levantada, el padre pide a Dios que santifique “esos dones, de manera que se conviertan para nosotros en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo”. Me encanta ver a alguien dedicado a recrear con tanta seriedad y convicción una escena que sucedió hace más de dos mil años. En especial, me gusta el momento en que el sacerdote pide la bendición de la ostia y el vino con la efusión del Espíritu de Dios. Al escuchar esa palabra, ‘efusión’, me imagino siempre a alguien agitando una botella de vino espumoso y luego el líquido desbordándose profusamente de la botella. Me imagino lo simbólico rebosándose de su copa hasta impregnar el altar de lo real.

Para el filósofo austriaco Ludwig Wittgenstein, el hombre es, ante todo, un ser ritual: “Si estoy furioso por algo, golpeo con mi bastón la tierra o un árbol. Pero ciertamente no creo que la tierra sea culpable o que el golpear pueda servir para algo. Desahogo mi cólera. Todos los ritos son de este género”. Por esa atracción hacia los ritos, me costó en la adolescencia abandonar los juegos infantiles y me terminó gustando tanto la literatura, que es otra forma de encarnar lo invisible. Y seguramente también por eso me llama la atención la vida de Francisco de Asís, probablemente el hombre que más ha logrado recrear al pie de la letra la vida de Jesús, como un sacerdote que se hubiera dedicado minuciosamente a convertir su existencia en un rito de consagración. Hace 800 años, “el sol de Asís”, como lo llamó Dante en su Divina Comedia, enseñó con su vida que para volverse un santo era preciso volverse humano; que para volverse una llama era necesario encarnar su sombra; que para llegar a la riqueza espiritual uno debía desprenderse de todo lo que no fuera esencial, igual que, para volverse rico, un texto literario debe lograr la mayor concisión.

La Parroquia Nuestra Señora del Carmen, ubicada entre los barrios Prado y Boston, de arquitectura neorrománica, es la única de Barranquilla que alberga una congregación de Hermanos Menores Capuchinos, probablemente la orden franciscana que más conserva el espíritu de San Francisco. De hecho, esa rama fue fundada hace 500 años a partir de una reforma que buscaba regresar a la esencia de la vida del santo, incluyendo el hábito marrón con una capucha alargada de acuerdo a la original.

Sin embargo, el padre Alfonso Miranda, uno de los tres sacerdotes capuchinos de esta parroquia, no tiene en este momento la túnica característica con la famosa capucha puntiaguda, de la que tomaron el nombre, ni tampoco luce la barba venerable al estilo de uno de sus más famosos miembros, el Padre Pío. Está muy bien afeitado y lleva, eso sí, unas sandalias sin medias. Espero a que termine de hablar por celular (un aparato de alta gama con internet y pantalla inteligente) y le explico el motivo de mi visita. Me conduce a un jardín que imita muy bien la tranquilidad del Paraíso, con una fuente romana, garzas de plástico y una vegetación de algas que me recuerda las orillas de un lago o de un río. Nos sentamos en un banco frente al jardín, en la galería que conduce a la oficina de la parroquia, a las habitaciones de los padres y a unas puertas con rótulos distintos: “Sol”, “Luna”, “Fuego” y “Tierra”, en honor a La Oración de las Criaturas que San Francisco llamaba hermanas. A mi lado remolonea un gato, el hermano gato; el padre lo acaricia con fruición a la espera de mis preguntas.

―¿En qué se distinguen ustedes de los otros franciscanos? 
―La diferencia es de carisma ―afirma―, está en la tonalidad de la misión. Hacemos más énfasis en vivir el gozo del evangelio, en recrearlo a través de nuestra propia vida, en volver a la pobreza que nos enseñó Jesús para llegar de verdad a los pobres.

Los capuchinos intentan seguir la parábola del buen pastor: dejar el rebaño para ir tras la oveja perdida. Sus congregaciones se enfocan en la población más necesitada y vulnerable: niños de la calle, niñas expuestas a violaciones y entornos difíciles, jóvenes drogadictos, personas desplazados por la violencia. Un par de esas instituciones son: el Centro Juvenil Santa Helena, en el Barrio Abajo, dirigida por la hermana Lourdes y otras hermanas terciaras capuchinas, que atiende y le da albergue a niñas en situaciones familiares de riesgo; y la Comunidad Terapéutica San Gregorio, en Bogotá, dirigida también por terciarios capuchinos y concentrada en la reinserción de personas adictas a las drogas y sustancias inhalantes. Por otra parte, han venido colaborando con las zonas más marginales del país: Chocó, Amazonas, Putumayo, Guajira. A causa de la escasa presencia estatal que hay en esos lugares, muchas veces les ha tocado representar al Estado y cumplir funciones públicas: servir de corregidores, enseñar la lengua, impartir educación, ofrecer servicios médicos.

Le pregunto al padre Alfonso por qué en la Sierra Nevada de Santa Marta terminaron expulsados. Quería conocer su versión, pues según el documental Nabusímake: Memorias de una independencia, producido y realizado por los propios arhuacos, los misioneros capuchinos llegaron en 1916 enviados por el presidente de Colombia de ese entonces, José Vicente Concha, prohibieron las costumbres y lenguas originarias de la comunidad y rebautizaron a Nabusímake como San Sebastián de Rábago. El documental cuenta que los religiosos les arrebataban los niños a las familias para recluirlos en una edificación llamada el Orfanato.

―En la Sierra Nevada hubo conflictos circunstanciales ―responde el padre―. Se crearon internados, que eran la forma de educar de la época, y al final eso produjo desacuerdos y confrontaciones. En otros territorios indígenas, la experiencia ha sido distinta, como por ejemplo en Nazareth, en la alta Guajira. Allá los capuchinos son muy queridos y la gente vive muy agradecida con su labor. Incluso hay hermanas terciarias capuchinas que son de la misma etnia wayuu, como el caso de Ana Victoria Iguarán, que es una de las mujeres más importantes de su misión y al mismo tiempo una de las más importantes de su comunidad.
―¿Cómo les sentó que el papa actual haya adoptado el nombre de Francisco?
―Es la mejor propaganda que podemos tener ―sonríe de forma tan amplia que se les cierran los ojos abotagados.
―Pero él no es franciscano ―señalo.
―Es jesuita.
―¿Cuál es la diferencia entre la orden franciscana y las otras órdenes?
―Te voy a echar un cuento para que veas la diferencia. Un día estaban reunidos en una habitación un franciscano, un dominico y un jesuita. De pronto, se va la luz. El franciscano dice: “Señor, tú eres la luz y yo soy la sombra. Ilumina las tinieblas de mi corazón”. El dominico, por su parte, pregunta por qué se fue la luz. En ese momento, la luz regresa y con ella el jesuita, que trae en la mano el fusible dañado.


La primera parroquia de capuchinos en Barranquilla fue la de Nuestra Señora del Rosario. 

Un viaje expedito al cielo
Alfonso Miranda nació en Cartagena en 1942, pero desde muy pequeño se trasladó a Barranquilla con su familia. Era el menor de siete hermanos: cinco varones y dos hembras. Se vinieron porque su padre, Rafael Miranda, era navegante fluvial. Se instalaron en una casa de la calle Murillo con Topacio, cerca del estadio de béisbol Tomás Arrieta. La infancia de Alfon, como lo llamaban cariñosamente, fue igual a la de cualquier niño del Barrio Abajo: jugaba chequita (béisbol callejero) y bolaetrapo, y escuchaba cuentos en las esquinas y los andenes.

Una vez Alfonso fue a misa con su madre y vio a unos niños de su edad haciendo de acólitos. Preguntó enseguida si podía hacer lo mismo. Desde entonces comenzó a ir todos los días a la Iglesia Nuestra Señora del Rosario. Se presentaba a las 5 de la mañana y volvía luego a su casa para desayunar y dirigirse de inmediato al colegio. A esa hora de la madrugada en que le tocaba ir a la iglesia, lo acompañaba siempre uno de sus dos hermanos mayores.

Fundada en 1894, la Iglesia de Nuestra Señora del Rosario, a unas cuadras de distancia de la casa de Alfonso, fue la primera parroquia de capuchinos de la ciudad y la tercera iglesia construida después de la de San Nicolás y la de San Roque. Al ver que en esa zona grupos de protestantes habían construido un templo y una escuela para extender su credo, el presbítero Carlos Valiente, regente de la parroquia de San Nicolás, promovió la construcción de la nueva iglesia. Aunque en un principio la iniciativa fue impulsada por la congregación Hermanos de la Caridad, comenzó a funcionar bajo la dirección de los Padres Capuchinos y se volvió la sede de las misiones que ellos desarrollaban en Valledupar y la Guajira.

―Me llamó la atención el estilo de los capuchinos ―me cuenta el padre Alfonso―. Ellos llevaban misiones a lugares apartados de la Costa, con el apoyo de los Cuerpos de Paz de Estados Unidos, y volvían a hacer sus diligencias en Barranquilla y a reunirse con los otros. Yo los escuchaba hablar de sus incursiones y comencé a admirarlos.

En esa época el padre superior de la parroquia era un sacerdote español que sigue conservando un lugar especial en la memoria colectiva de la ciudad: Alfredo de Totana. Este capuchino presidió el Tribunal Eclesiástico y fundaría la Parroquia Nuestra Señora del Carmen. El profesor Alberto Assa lo describiría, con ocasión de su muerte en 1972, como un “valeroso precursor de muchas ideas nuevas, para tratar de salvar antiguas verdades en peligro de ser atropelladas por una renaciente barbarie”.

Un día cualquiera Alfonso no volvió a la casa a desayunar. Su madre, Orfelina, estaba preocupada. La señora fue a la iglesia y le dijeron que ya su hijo se había ido. Lo encontró en el colegio, sin haber probado bocado. Se le había hecho tarde y había seguido de largo. Otro día el padre Alfredo de Totana mandó a llamar a Orfelina.

―¿Qué le pasó a Alfonso? ―preguntó ella preocupada.
―No le pasó nada, tranquila ―respondió el padre en la puerta de la iglesia―. Sólo quiero mostrarte el futuro.

Cuando la mujer entró a la casa parroquial, vio a su hijo con una barba de carbón pintada por el mismo padre.
―Ahí tienes a tu hijo cuando sea sacerdote ―lo señaló riendo.

Entonces le contó una propuesta que le había hecho a Alfonso y que a este le había gustado: ir a estudiar el bachillerato en un seminario de capuchinos en Chía. Totana quería saber ahora si ella y su esposo estarían de acuerdo.

Orfelina le dijo que ellos apoyaban a Alfonso si esa era su decisión, pero que no estaban en condiciones económicas para asumir los costos.

―No se preocupe ―dijo él―, nosotros asumimos los gastos.
―El otro inconveniente sería que Alfon es hijo de un masón ―repuso ella refiriéndose a su marido.
―No hay problema ―respondió el cura―, porque la masonería no es ninguna religión.

Entonces Alfonso se fue con nueve años a la capital, pero a los 6 meses se regresó. Le hacía mucha falta su familia y no quería seguir lejos. El mismo padre Alfredo de Totana le consiguió un cupo en el colegio público Eusebio Caro de Barranquilla. Ahí terminó el primer año de bachillerato. Cuando la familia volvía de vacaciones de Cartagena, encontraron al cartero tocando la puerta con un telegrama en la mano. Por iniciativa propia y sin decirles a sus padres, Alfonso había hecho una nueva solicitud al seminario. El telegrama decía que lo aceptaban nuevamente.

Cuando estaba terminando el bachillerato, una muchacha que pertenecía a las Hijas de María de la Iglesia del Rosario, se aparecía en la casa cada vez que él volvía de vacaciones. Un día quiso hablar con el Padre Totana; quería saber si Alfonso iba a seguir el camino del sacerdocio.

―Yo sé que tú estás enamorada de él ―le respondió el cura y le propuso una forma de indagar la respuesta―. Depende de lo que él te responda, yo te diré si tienes esperanzas.

Ella regresó y le dijo lo que le había respondido Alfonso. Entonces el Padre Totana concluyó:

―Olvídate, aquí no hay más nada que hacer.

Después del bachillerato, Alfonso estudió un año de aspirantado en Pasto, tres de filosofía en Quito y cuatro de teología en Valencia. Él y sus compañeros salían una vez por semana del convento donde estudiaban, cantando coplas: “Unos van en moto, otros van en coche, y los capuchinos uno tras de otro”. En esas salidas jugaban futbol, se quitaban la sotana y se ponían una especie de sudadera con capucha, que se llaman sanders. La gente los miraba divertidos como si estuvieran en calzoncillos.

Fue una época crítica, hubo cambio de concilio, cambio de modelos de vida consagrada en todo el mundo, nuevas teologías como la de la liberación. Mucha gente se salía de la vida religiosa buscando otros caminos más directos para cambiar el mundo. En 1969, el año en que Alfonso se ordenó sacerdote y volvió al país, el hombre había llegado al cielo mediante una forma más expedita que la religiosa; eso parecía que hubiera servido de ejemplo a muchos. Con el otro ejemplo de la Revolución Cubana, nadie quería quedarse quieto. Era una época de muchos cambios sociales, incluyendo un nuevo despertar de la sexualidad. Además de Camilo Torres, dos padres capuchinos se habían ido a la guerrilla: Francisco Galán y Belisario Nieto. Había un ambiente de zozobra en las iglesias. Las autoridades seguían muy de cerca a los sacerdotes. Un hermano de Alfonso se había enrolado en la izquierda radical, participando en cuanta huelga de hambre organizaba la Universidad Libre; eso le hacía sentir más vigilado. Para completar, murió su madre por un descuido médico: una peritonitis cuando la operaban por un descenso en la matriz. Alfonso se presentó al día siguiente. Él mismo ofició el rito fúnebre.

―Siempre fue muy íntegro, muy valiente ―me dice su hermana Hilda en la sala de su casa, más o menos cerca de la Iglesia del Carmen―. También ofició el rito fúnebre de nuestro padre tres años después y más tarde los de un hermano y una hermana. En pleno ritual, sacaba a relucir anécdotas sobre ellos, sin que se le quebrantara la voz en ningún momento. Allí yo me daba cuenta de que la fe sirve para algo, porque incluso nos seguía alentando fuera de la misa. Se volvió el pilar de la familia. Siempre ha abogado por reunirnos cada vez que cumple alguno de nosotros y en fechas especiales. Hace poco, en su propio cumpleaños, le prestaron una finca en Puerto Colombia e invitó a todas las familias de sus hermanos. Allá oficio una misa y una sobrina le sirvió de acólita. A mí me parecía increíble que aquel Hermano Menor Capuchino fuera el mismo niño que sus hermanos mayores llevaban de la mano a la iglesia para que cumpliera desde entonces sus ritos sagrados.

En los años 80, luego de una docena de años de sacerdocio en San Andrés, Valledupar y Barranquilla, cuando ya parecía encaminado solo a la vida pastoral y al trabajo social, decidió estudiar Derecho en la Universidad Javeriana de Bogotá y luego de seis años se graduó de doctor en Derecho Canónico. Hoy tiene 74 años y ha sido cuatro veces director provincial de la congregación de Padres Capuchinos en Colombia, sumando en total diez años de funciones; ha sido también miembro del Tribunal Eclesiástico de Barranquilla y del Tribunal Eclesiástico Superior de Bogotá. Pero él le resta importancia a esos poderes:

―Lo que importa es la autoridad moral, no la autoridad jurídica.

El hermano café
Cuenta la historia que un día Giovanni, hijo del rico comerciante Pietro Dei Moriconi, abandonó todas sus posesiones sin pensarlo dos veces para dárselas a los pobres y vivir como ellos. En las luchas internas de la Guelfa Perugia, Francisco di Bernardone cayó prisionero. Se le ha llamado la noche de Espoleto al momento en que se despojó de sus prendas para lanzarse a la aventura santa. Se quedó solo con su hermano asno, como llamaba a su cuerpo. El papa Inocencio III era el guardián de la Iglesia en esa época medieval. Francisco de Asís, con un grupo de hermanos, llegó a Roma con la intención de formalizar ante las leyes eclesiásticas y darle carácter de comunidad a su forma de vida evangélica. Sabía de antemano que la Iglesia era un poderoso imperio, y el papa una especie de rey que poco caso le haría a un pobre menesteroso como él. Después de mil intentos buscando la bendición papal, Inocencio III lo recibió con estas palabras: “Anoche tuve un sueño: vi cómo la Iglesia se derrumbaba a pedazos, y cuando parecía que los muros daban al suelo, un hombrecito desarrapado la sostenía en sus hombros, aquel desarrapado eres tú, Francisco, hijo de Asís, juglar de Dios”.

Los capuchinos, como orden que trata de resucitar el espíritu original de la orden franciscana, pregona la tesis contraria a Descartes: el último verbo del ser no es el yo pienso, sino el yo siento; el último reducto del yo no es el logos sino el pathos y el eros. Esa fuerza de atracción hacia todos los seres y las cosas que nos rodean es mucho más impetuosa en la medida en que alguien está llamado a abrazar el absoluto. Entonces es cuando la razón debe entrar a canalizar, a disciplinar, a domesticar al hermano asno. La meta de San Francisco era espiritualizar la materia y materializar el espíritu, por eso todos los seres y cosas del mundo entero eran sus hermanos. “La corporeidad es santa porque tiene una misión importante: simbolizar el espíritu”, escribió el filósofo español José Ortega y Gasset.

Hay otro capuchino importante en esta historia: el café con abundante espuma encima, que no por ser una cosa deja de ser importante. Que lo diga San Francisco. La espuma de esta bebida es preparada cuidadosamente con base a vapor de leche y pareciera coronar el café como una aureola nívea, santa, que le sirve de capucha. De esa bebida también se desprende una filosofía, igual que en el vino convertido en lambrusco se puede manifestar la efusión de Dios o, en la ostia y el vino, el Cuerpo y la Sangre de Jesús. La espuma del capuchino es literalmente un puente entre la sustancia oscura del café y el aire transparente, un paso milagroso entre lo líquido y lo gaseoso, un salto de gozo entre el paladar y el cerebro, entre el eros y el logos, entre la tierra y el cielo.

La sombra de la capucha
A mi amigo Ramón Molinares, ateo irrestricto que siempre ha despotricado de la religión católica, a pesar de haber nacido en Santo Tomás, le dijo una vez un yerno, también ateo: “Ramón, como ninguno de los dos es creyente, no tendrás reparo en que, en lugar de casarme con tu hija, me vaya a vivir con ella en unión libre”. Ramón se puso rojo de la ira y bramó: “¡Mi hija no sale de mi casa si no está bien casadita y por la iglesia!”. Esta pequeña anécdota ilustra rápidamente el grado de compenetración que tiene la iglesia católica en un país como Colombia, donde hasta el más famoso miembro de la guerrilla más comunista era sacerdote.

Por eso no es extraño tampoco que la primera edificación capuchina de Latinoamérica haya sido construida en Colombia: el Convento de San Juan Bautista fundado en 1790 en el pueblo El Socorro, Santander, y que está vinculado para siempre a la historia del país, pues fue allí donde se firmó la primera Acta de Independencia, fechada el 10 de julio de 1810, 10 días antes de la proclamada Acta de Independencia de Colombia.

El departamento del Atlántico no se queda atrás con sus 154 iglesias, 120 de las cuales están en el área urbana de Barranquilla. Una de ellas, la Parroquia San Francisco es una especie de epicentro de la zona donde se agrupa el mayor número de edificaciones franciscanas de la ciudad. En el barrio Las Delicias, a la altura de la calle 72 con carrera 38, a menos de una cuadra de distancia, están: la parroquia al lado de donde quedaba el Colegio San Francisco (el terreno fue vendido a la cadena de almacenes Éxito y el colegio se trasladó a las afueras de la ciudad, en un lugar más afín al talante natural de San Francisco); a media calle está el Colegio La Sagrada Familia dirigido por hermanas terciarias capuchinas, entre ellas la encantadora hermana Amanda Berrío, y enfrente el Monasterio de las Hermanas Clarisas.

Hoy he vuelto a la Parroquia del Carmen, que es como un planeta suelto de aquella constelación franciscana, con la idea de supervisar unas fotos que le van a tomar al padre para esta crónica. Apenas nos ve al fotógrafo y a mí, se dirige a su dormitorio y vuelve con su hábito. Al fin puedo ver la túnica de cerca: por supuesto, está hecha de forma industrial con dril en lugar de lana cruda.

El padre posa con un poco de pudor o incomodidad, pero al final se relaja un poco y levanta sus brazos con la misma efusión de alguien que levanta desprevenidamente el corazón hacia Dios.

―Padre, ¿sabe en qué parece un capuchino a un fotógrafo? ―le pregunto.

El padre Alfonso alza los hombros y se quita la capucha como para escucharme mejor.

―Que ambos trabajan con luz y con sombra ―me respondo a mí mismo.

En algún momento, una empleada de la parroquia me pregunta si quiero tomar algo.

―Vino ―le suelto bromeando, pero enseguida rectifico y le digo que un café estará bien.

El fotógrafo se despide y otra vez me quedo solo con el padre. Le pregunto si en toda su vida ha sentido alguna vez una experiencia sobrenatural.

―En tres ocasiones me han ocurrido accidentes al mismo tiempo que le sucedían otras situaciones intensas a mi hermana Hilda. En una ocasión me estrellé en un vehículo. Llamé a mi hermana y justo la acababan de robar en su casa con un arma de fuego. Es como si estuviéramos conectados o como si nos distribuyéramos las cosas malas para que el golpe sea menor, una especie de trato místico.
―En la física cuántica sucede algo parecido ―le comento―: dos electrones que han estado unidos en algún momento, sufren al mismo tiempo los cambios que sufre uno de ellos, aunque se encuentren en lugares opuestos del universo. Es como si en los bordes de la realidad comenzaran a borrarse los límites y las distancias, y comenzaran a hermanarse todos los elementos de la materia en una continuidad maravillosa, tal como quería San Francisco.

Me despido del padre entregándole la taza vacía.
―Estuvo bueno el capuchino ―le digo a manera de despedida―. Solo le faltó la espuma.
―La espuma se la pones tú ―responde enseguida con aquella sonrisa suya tan amplia que le hace cerrar completamente los ojos… Sin embargo, sé que aun así sigue viendo todo por entre la rendija de sus párpados, al igual que Dios nunca ha dejado de verlo todo desde la enorme capucha que lo esconde.


Álvaro Miranda, uno de los tres capuchinos de la parroquia Nuestra Señora del Carmen de Barranquilla. Foto: Luis Rodríguez.
 

Paul Brito
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Un intelectual converso

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Domingo, Marzo 20, 2016 - 00:00

El hilo de oro de la historia de la filosofía ha sido desarrollado por pensadores que por lo regular suelen tener muchas dificultades con la idea de adscribirse sin más a una fe religiosa, y cuando lo realizan dan un giro de 360 grados en sus creencias.

Están acostumbrados a preguntar el porqué, como hacen los niños con todas las cosas, y argumentan desde su entendimiento, con un acervo de conocimiento descomunal, para otorgar una explicación racional.

Diferentes son los defensores de los credos religiosos a los que no les interesa la fuerza del entendimiento ni la razón, y si lo hacen caerían en una situación vacua y sin interés. «¡Basta la fe! Ella es sanadora y mueve montañas» –dicen–.

Intelectuales de prestigio en esa cadena de oro de la historia del pensamiento como Aurelius Augustinus, Roger Garaudy y Gianni Vattimo sufrieron esa conversión.

Aurelius Augustinus. Pagano. De formación filosófica maniquea, se convierte en cristiano.

Roger Garaudy. De filósofo marxista línea soviética converso a musulmán.

Gianni Vattimo. De fenomenólogo heiggeriano católico converso a comunista sin partido.

Por el momento analicemos a Aurelius Augustinus. (San Agustín de Hipona  354-430). Nació en Togaste (provincia romana de Numidia, hoy Argelia). De padre pagano y madre cristiana (Santa Mónica). En la provincia de Madaura estudió gramática y los clásicos latinos; en Cartago, retórica, y comenzó a interesarse en los problemas filosóficos y religiosos, especialmente tras la lectura del perdido diálogo Hortensius, de autoría de Cicerón. Lo atrajo ante todo el pensamiento maniqueísta por dos motivos: primero porque esa reflexión podía explicar el mal en el mundo, y segundo porque se mostraba abierto a la filosofía antigua con énfasis en la razón.

Y también porque sus militantes mantenían una red de relaciones en las instituciones romanas que le resultaba de ayuda en su carrera académica. Y fue esa relación con los maniqueos la que le proporcionó un puesto de profesor de retórica en la corte imperial de Milán. Es aquí cuando conoce a Ambrosio y este lo guía en su pensamiento, llevándolo a la fe cristiana, con el apoyo incondicional de su madre Mónica, que se había ido detrás de su hijo hasta Italia.

Ambrosio, uno de los doctores de la Iglesia de principios del cristianismo, era oriundo de Tréveris. Convenció a Augustinus con el argumento filosófico neoplatonista de Platino, quien afirmaba que toda la realidad estaba impregnada por el Uno, un principio espiritual que emanaba hacia la realidad en grados diferentes impregnando todas las cosas. Esta doctrina de Platino proporcionaba una explicación del mal distinta a la de los maniqueos, quienes argumentaban que el mal no era una fuerza autónoma y positiva, sino una carencia. El mal era lo que se alejaba de ese principio espiritual original: el Uno, lo que estaba menos impregnado por ese principio. Ello valía sobre todo para las cosas materiales. Agustín retoma este planteamiento y lo identifica explícitamente con el Dios cristiano. (Historia de la filosofía. La filosofía pagana. Tomo I, 1984, Espasa – Calpe: Madrid).

El año 386 es la fecha de la conversión de Augustinus, a la edad de 32 años. Se realizó un cambio radical en su vida. Renunció a su actividad como profesor de retórica y abrazó como forma de vida el celibato. Llevó una vida en retiro, como monástica, para sumergirse profundamente en el estudio de los contenidos religiosos. Empezó una nueva vida y después de un año se hizo bautizar oficialmente en la ciudad de Milán.

Augustinus le confiere la fundamentación filosófica a la religión cristiana. Algunos intelectuales siguieron su ejemplo, y cinco años después de su conversión, el cristianismo fue declarado por el emperador Constantino como religión oficial de Roma.

Un intelectual converso y sobre todo de formación filosófica como Agustín, es de un proceder seguro, aplastante y por ese motivo en 10 años realizó su obra principal, las Confesiones (2013. Akal. Madrid), donde argumenta y defiende dos doctrinas teológicas básicas: la de la predestinación, o doctrina de la gracia divina, y del pecado original.

Según el argumento de Agustín, nosotros los humanos no merecemos el cielo por nuestras propias obras, sino gracias a la voluntad de Dios. En esa voluntad divina está predestinado quién es acogido en el cielo y quién será condenado al infierno. Elegidos son unos pocos, si bien nadie se lo ha merecido, por eso ningún hombre es merecedor, por méritos propios, de ser acogido por Dios. La motivación de esa acogida hay que buscarla en la doctrina del pecado original. De ahí que el hombre sea malo por naturaleza, dice Agustín. Podemos palpar esa maldad hasta en la naturaleza de los niños, en ellos se manifiesta; por eso todo depende de la misericordia de Dios que, en contra de todo motivo o mérito racional, escogía al hombre que había de ser salvado. Y esa elección la había tomado Dios antes del nacimiento de cada individuo.

Para demostrar la teoría de la gracia divina, Agustín toma como ejemplo su propia vida. Él había sido un hombre mundano y pecador –«del mundo», como dicen los aleluyas criollos–. Su conversión era una prueba irrefutable de la gracia de Dios. Su testimonio lo narra a través de dos episodios: cuando siendo adolescente robó unas peras con unos amigos, y la separación de su compañera de muchos años, a quien incluso le quitó el hijo que tenían en común.

Entonces la maldad es innata «para mi maldad; ningún otro motivo que la maldad misma». Esa maldad era obvia, y nadie era menos digno que él para ser acogido por Dios. Y a pesar de eso sucedió. (Para más argumentos consultar Confesiones, Cap. II).

Insultos terribles le daba su madre Mónica para que no cayera en manos de las mujeres. Ella se dedicó a trabajar para poner fin a la relación de muchos años con su concubina, que le parió un hijo, y lo logró.

Sus amores
Floria Emilia fue su compañera sentimental. Fue su amor desde los 17 años y era menor que él. Sus amores eran tormentosos, dos jóvenes que querían devorarse sus mundos. En ella estaba la lira/en ella estaba la rosa/en ella se respiraba/el perfume vital de todas las cosas”.

Agustín se enamoró del cuerpo, de la boca y de la blanca disciplina de sus dientes caníbales prisioneros en llamas. De su piel de pan apenas dorado y sus ojos donde su concepto de tiempo no transcurre. Sus ojos estaban fijos como los del tigre y después del combate carnal eran húmedos igual a los del perro.

Floria Emilia le parió un hijo de nombre Adeodatus, que significa “el regalo de Dios”.

Originaria de la ciudad de Cartago, marchó con Agustín y su hijo a Roma y después a Milán.

Adeodatus, convertido en joven, era orgullo y esperanza de sus padres, de una inteligencia extraordinaria. Floria Emilia para que Agustín se consagrara a su Dios y dejar tranquila a su madre les entregó al hijo y regresó a su ciudad de origen. Adeodatus creció con el padre y la abuela y participó como interlocutor en el último libro de Agustín titulado De beata vita.

La conversión del filósofo al cristianismo es para su madre Mónica un triunfo personal. Es así, que madre e hijo alcanzan por un instante el estado de la perfecta armonía con el Uno, es decir, con Dios. Digno tema para un análisis psiquiátrico.

Pero es en el capítulo octavo de las Confesiones donde Agustín narra la famosa escena del Jardín en la ciudad de Milán; con claros rasgos de artística estilización literaria. Es como el clímax narrativo de la obra, donde Agustín se vuelca para utilizar todos los recursos retóricos y con la que puede acercar el lector para que comprenda el giro dado por su vida. Agustín describe mientras reflexiona sobre su situación. Se vio sobrecogido por una especie de «enorme tormenta» interior, y se tiró debajo de una higuera, saltando una lluvia de lágrimas y pidió a su Dios que pusiera fin a ese estado de desgarramiento íntimo de su vida. Entonces escuchó una voz que le decía: «Tolle Lege» (Toma y lee), y abrió exactamente la página del Nuevo Testamento y leyó las palabras de San Pablo en su carta a los Romanos, donde se exhorta a los hombres a que no pasen su vida «en comilonas y embriagueces, no en lechos ni en liviandades, no en contiendas ni emulaciones», y ese fue el impulso definitivo para que Agustín renunciara a su vida mundana e hiciera profesión de fe por el cristianismo.

Entonces, convertido en cristiano, es consciente de que tiene que vérselas con un Dios que no se puede identificar con la razón. Dios es para él lo «absolutamente Otro», ante lo cual la razón humana ha de mostrar humildad. Pero no deja en ningún momento de exigir a ese Dios respuestas racionales: sus cuestionamientos racionales a Dios son críticos y lacerantes, no queda satisfecho. «Como en tus libros sagrados… pero tus palabras son muy misteriosas», dice en sus Confesiones, capítulo doce.

El presente como instante
En el capítulo undécimo de las Confesiones, se ocupa de la esencia del tiempo. Y plantea que el tiempo es el resultado de la creación. Dios no está sometido a él. El tiempo no es un objeto o un estado al que podamos remitirnos: el pasado fue pero ya no es; el futuro aún no ha sido, y también el presente escapa a nuestra percepción exterior: el presente, bien mirado, no es este día o esta hora, sino un instante que no podemos apresar.

Al tener conciencia del tiempo, de una nos relacionamos con la memoria, esa capacidad interior que nos permite fijar y medir estados y espacios de tiempo. Agustín no afirma que el tiempo, en sí mismo, sea algo subjetivo, sino que es distinto a las cosas normales del mundo.

Pensadores como Henri Bergson, Edmund Husserl y Martin Heidegger estudiaron el tiempo como un rasgo esencial de la existencia humana, e investigaron sus componentes subjetivos y psicológicos. Esos pensadores del siglo XX para plantear sus argumentos tuvieron que beber en el capítulo undécimo de las Confesiones. (Zimmer, Robert. Las obras esenciales de la filosofía. Ariel : Barcelona, 2012). A finales del siglo XX y el que va caminando, San Agustín ha sido reivindicado como el primer pensador de la modernidad. Su credo religioso y su filosofía de la subjetividad desembocan en ese río heraclitiano que somos ahora. «Ha partido de una pequeña fuente, y en su transcurrir se ha ampliado a la manera de un río», se ha nutrido de aluviones en este camino y continúa su descenso hacia la mar que es el morir.

 

*Profesor –Filosofía U. Atlántico.
Mochueloscantores@hayoo.com 

Numas Armando Gil Olivera
sumario: 
Reivindicado como el primer pensador de la modernidad, San Agustín fue profesor de retórica y llevó una vida mundana. Se convirtió al cristianismo a los 32 años de edad. Le concedió la fundamentación filosófica a la religión cristiana.
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El primer negro en ingresar al santoral

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Domingo, Marzo 20, 2016 - 00:00

El primer hombre negro en ingresar al santoral y a los altares católicos fue San Benito de Palermo o San Benito de las Palomas, como se le conoce en el sur del departamento del Atlántico. Después de su muerte, la fama de sus milagros y de su santidad se extendió rápidamente en algunos países de Europa, África y América.

Murió en Palermo, Italia, en 1589, y nació en San Fratello, en 1526. También se le conoce como el Moro o el Negro, por el color de su piel y su ascendencia africana. Tempranamente se le atribuyen muchos milagros, ya que era conocido desde los diez años como ‘il moro santo’. De acuerdo con la tradición, en 1589 enfermó gravemente y por revelación conoció el día y la hora de su muerte, que ocurrió el 4
de abril de ese mismo año.

A partir de este momento, y no obstante de que su canonización se efectuó 218 años después de su muerte, el culto a San Benito se difundió ampliamente, convirtiéndose desde el siglo XVI en ‘protector’ de los pueblos negros de tres continentes. Fue canonizado por Pío VII el 24 de mayo de 1807. Actualmente se le rinde culto en varios países como es el caso de España, Portugal, Italia, México, Venezuela, Bolivia, Colombia, Perú, Brasil y Angola, entre otros.

Es pertinente aclarar que el acceso de San Benito a los altares no transitó por un camino fácil, por el contrario, para ello se le colocó una serie de obstáculos que se materializaron en lo demorado que resultó el proceso de beatificación y canonización. Estas demoras estaban relacionadas con el color de su piel y con la desconfianza que inspiraba un negro, así fuera santo. Por ello es fácil deducir que fue la contundencia de sus milagros y premoniciones lo que determinó que en últimas el Vaticano aceptara que un santo fuera portador de los marcadores raciales propios de los descendientes de africanos, es decir, que en un cuerpo negro se anidara también la gracia de Dios.

El desplazamiento forzoso de africanos y africanas al continente americano, es decir, la trata, no solo lo fue de personas, sino de culturas. Si bien las personas traídas del África arribaron al Nuevo Mundo sin ningún equipaje material, estos trajeron en el baúl de la memoria todo un dispositivo cultural que recrearon y revalorizaron en las nuevas condiciones del suelo americano. A todos estos elementos que aún perviven como huella indeleble del pasado africano es lo que se ha denominado como ‘huellas de africanía’. En cierto sentido, San Benito hace parte de esas huellas.

Uno de los tantos destinos de escape que escogieron los cimarrones en Cartagena desde finales del siglo XVI y todo el XVII para esconderse fue el territorio delimitado por el Canal del Dique, el río Magdalena y la Sierra o Montes de Luruaco. Este escenario geográfico guardaba las condiciones que posibilitaron el ocultamiento de los huidos. De allí la existencia de tres palenques y un pueblo de negros: San Benito de las Palomas, Betancur, Tabacal y Santa Lucía. A diferencia de las poblaciones de blancos, los palenques y pueblos de negros se ubicaron en zonas inhóspitas y poco atractivas para los españoles. San Benito y Santa Lucía, en las áreas anegadizas del Canal del Dique, y Betancur y Tabacal, en las cimas de las Serranías de Luruaco. Parte de estos espacios del sur del departamento del Atlántico se caracterizaron por la ausencia de las autoridades civiles, militares y eclesiásticas.

El abordaje de la historia de Repelón, actual escenario del culto y la devoción de San Benito, necesariamente nos remite como preámbulo a la historia de San Benito de las Palomas, pueblo del cual surgió Repelón. En atención a la tradición oral y a la memoria colectiva y ancestral de sus pobladores, San Benito de las Palomas es el resultado de los procesos de cimarronaje de los esclavizados que fueron vinculados a la construcción del Canal del Dique, que luego de escaparse se ubicaron en las orillas de un caño donde construyeron un palenque al que llamaron San Benito.

En este lugar permanecieron desde 1650, fecha en que se construyó dicho canal, hasta 1848, año en que tuvieron que abandonarlo para refugiarse en el espacio del actual Repelón debido a la desaparición del palenque de San Benito por las inundaciones. Este fenómeno también lo debieron enfrentar el Real de la Cruz y San Etanislao. Otros, sin apartarse del origen cimarrón de San Benito, aseguran que los esclavizados se escaparon de las distintas haciendas cercanas, crearon el palenque aprovechando las condiciones ambientales que brindaba este sector y que a la larga les permitiera no ser develados. Otras referencias al respecto las encontramos en Juan José Nieto, Diego de Peredo y José Agustín Blanco. Finalmente, la parroquia de San Benito quedó para siempre bajo las aguas en 1859. En el palenque de San Benito, y luego en Repelón estuvo presente el

Santo Negro como patrono.
Aunque en términos generales en el calendario cristiano la fiesta de San Benito se celebra el día conmemorativo de su fallecimiento (4 de abril), en Repelón se efectúa el 3 del mismo mes. El grueso de sus actuales devotos lo constituyen los campesinos y pescadores pobres de la población. Ellos aseguran ser como San Benito: negros, pobres, agricultores y cuidadores de ganado ajeno. Y aunque la parroquia está consagrada a San Benito de las Palomas, el pueblo cuenta en la actualidad con dos santos patronos: San Benito y San Antonio, a quienes las autoridades civiles y eclesiásticas le prestan mayor atención. Para algunos pobladores la presencia de este último es producto de la falta de identidad de un grueso sector de la población que se siente incómodo por tener un santo negro.

Sin lugar a dudas la construcción de procesos de etnización y el acceso a procesos identitarios requieren de experiencias compartidas en el pasado, de símbolos y héroes no solo militares sino también religiosos, como es el caso de San Benito. Desde esta perspectiva, San Benito se erige como uno de los íconos substanciales de identidad para los afroatlanticenses; su rescate del anonimato y su visibilización permitirá encontrar una de las piezas para seguir armando el mapa de los rostros con que se ha presentado la diáspora en el actual departamento del Atlántico.

El silencio y la invisibilización a las que ha sido sometida la comunidad afrocolombiana por parte de las historias oficiales requieren de la irrupción de nuevas historias que además de enfrentar la exclusión establezcan una nueva visión de ese pasado negado. Situación que sin lugar a dudas se debe replicar también en el campo de la hagiografía, que históricamente le ha dado prevalencia a las historias de vida de los santos blancos, pues en ellos la santidad ha sido sinónimo de blancura. De lo anterior se desprende la necesidad de redefinir y resignificar la imagen y la hagiografía de San Benito en la perspectiva de consolidar procesos identitarios a partir de la reconstrucción del pasado y de la africanización de San Benito. Hasta San Benito, la santidad fue una cualidad reservada a los blancos, pues blanco equivale a puro, santo y bueno; en cambio negro, a impuro, malo y pecado. La reconstrucción del pasado ha sido una herramienta de la que se han servido los colectivos humanos para legitimar sus identidades. Esta reconstrucción del pasado debe ser aprovechada y releída para evitar el olvido y la invisibilización de San Benito de las Palomas.


En Repelón se le rinde tributo a San Benito de las Palomas, canonizado en 1807.

*Historiador. Autor de los libros: ‘Esclavitud en la provincia de Santa Marta’, y ‘Afroatlanticenses’. Profesor de las universidades del Atlántico y Simón Bolívar.
 

Dolcey Romero Jaramillo*
sumario: 
La presencia y el culto de San Benito de Palermo en el mundo es amplia. En el Atlántico, en el municipio de Repelón se le reconoce como San Benito de las Palomas. El autor de este artículo acaba de publicar un libro sobre la importancia del santo.
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Stones a la colombiana

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Domingo, Marzo 20, 2016 - 00:00

Desde hace mucho tiempo los Rolling Stones no tienen nada que demostrar. Medio siglo de actividad, millones de discos vendidos y una longevidad llena de leyenda les permite hacer lo que les da la gana, como les da la gana y cuando les da la gana. Sin embargo, lo que hacen lo hacen bien y se permiten pocas concesiones. Tantas décadas pasando por todos los escenarios posibles les ha permitido dominar su acto con soltura y no defraudan, por el contrario, con cada presentación alimentan su mito con consistencia, ampliando una ya devota legión de fanáticos. El concierto que ofrecieron en Bogotá cumplió con las expectativas e inclusive logró sorprender por algunos momentos. Fue una noche en la que se demostró la indiscutible maestría de estos septuagenarios ingleses.

El 10 de marzo cayó el primer gran aguacero del año sobre la capital colombiana. A mediados de la tarde, cuando las filas para ingresar al estadio El Campín crecían a buen ritmo, una tormenta de consideración empapó por completo a los pacientes aficionados que estoicamente, armados con esos precarios ponchos plásticos que se ponen a la venta con las primeras gotas, permanecieron en sus lugares. Los rayos se multiplicaban y por un momento se temió lo peor: en esas circunstancias el concierto no se podría llevar a cabo, de hecho era ya un riesgo la presencia de tal cantidad de personas en aquel descampado. Por fortuna, al finalizar la tarde la lluvia cesó y los temores se disiparon, no sin antes provocar algún desorden en la logística de ingreso, como suele ser habitual en todos los eventos masivos en nuestro país. Tras los infaltables colados, alguna riña, los típicos casos de robos menores, aguardiente en caja, canelazos, cerveza, empujones e incomodidad, el estadio comenzó a llenarse. No logro comprender por qué nos cuesta tanto organizar estos eventos, cuando en varios lugares del mundo esta es una operación que fluye sin contratiempos. Seguramente es el resultado de nuestra cultura e incompetencia, un reflejo de nuestro desdén por las normas y el orden. O de nuestra capacidad para olvidar, una vez adentro todo pasa y queda convertido en un chiste anecdótico. Quizá no nos importa tanto.

Pasada una breve y entretenida presentación de la banda local que fue escogida como telonera, Diamante Eléctrico, las luces se apagaron, la expectativa logró su punto más alto y se escuchó el clásico anuncio: «¡Ladies and gentlemen... The Rolling Stones!» El concierto había comenzado.

Luego de un estallido de pólvora, vino un momento de vacilación. Por un instante dio la impresión de que algo sucedía con el sonido de la guitarra de Richards, y además Jagger entró tarde, un inesperado descontrol que no duró más que algunos segundos para dar paso a Jumpin’ Jack Flash, la canción con la que los Stones saludaron por primera vez a Colombia. El público reaccionó, se notaban rostros incrédulos, miradas de asombro, puños y palmas al aire, las manifestaciones de alegría por una visita que para muchos, incluyéndome, hacía parte de un sueño improbable. Mick Jagger, haciendo uso de un tipo de gesto que alegra el rato y que logra que el espectador se conecte con el artista, se dirigió a la multitud en un aceptable español, saludó a Bogotá y a Colombia, hizo una seña y continuó con otro himno, It’s only rock n’ roll. Así de simple, la presentación ganaba fuerza.

Continuando con lo que ya puede definirse como una tradición, Dead Flowers fue la canción que el público escogió, vía Internet entre un grupo de cuatro, para ser interpretada esa noche. Los Stones hacen esto hace mucho tiempo, implementan un espacio para que los fanáticos voten por sus favoritas, una costumbre que permite cierta dosis de especulación. Luego de tocar ese country genial, lento y sarcástico, vino una auténtica sorpresa: Juanes fue llamado al escenario para acompañar a la banda en Beast of Burden.

No soy un particular admirador del músico antioqueño, aunque reconozco que ha logrado ganarse cierto espacio dentro del mundo del rock latino, especialmente por su compromiso como activista de los derechos humanos y como promotor de las causas más vulnerables. Lo cierto es que ahí estaba, compartiendo escena con Keith y compañía, ofreciendo unas imágenes que a mis ojos eran algo surrealistas, y disfrutando de un privilegio probablemente exagerado, pero que en cualquier caso fue vitoreado por todos los asistentes. Juanes cumplió, logró las mejores fotos de su vida y llenó de orgullo colombiano la tarima. Bien por él.

Una a una, las canciones emblemáticas de los Rolling Stones siguieron deleitando al público capitalino. Jagger, el frontman arquetípico, supo moverse y contonearse con su sello particular, lanzó frases en español de cuando en cuando, hizo chistes locales, mencionó al aguardiente, a Botero, al café colombiano, a la famosa oblea y a los estragos del guayabo. Manejó a la concurrencia, la puso a saltar, a balbucear las muletillas más reconocidas y a hacer ruidos guturales. El ambiente era de absoluta diversión y alegría, El Campín era una fiesta, los Stones lo habían logrado. Eso era lo importante, y es imperioso resaltarlo, porque el evento no estuvo libre de fallas.

El sonido y el montaje, aunque buenos, hubiesen podido entregar más, y la banda se notaba algo desconectada por ciertos pasajes. En ocasiones el hachazo de la guitarra de Keith Richards anulaba al resto del grupo, había desajustes de volumen e imperfecciones en uno que otro acorde. Con otros artistas, este tipo de detalles podrían menoscabar la experiencia general, pero este no es el caso. Al fin y al cabo, los Stones necesitan una dosis de caos, de crudeza, de ruido, su interpretación no es refinada, no se espera limpieza. Y así fue.

Luego de una alegre versión de You can’t always get what you want, acompañada por el coro de la Universidad Javeriana (otra sorpresa con participación local), los Stones cerraron su presentación con Satisfaction, quizá su canción más reconocida, una composición que estrenaron en 1965 y que hasta hoy guarda una increíble vigencia. Una breve e intensa descarga de fuegos artificiales redondeó la noche y despidió el concierto.

Los Rolling Stones son la banda de rock más grande del mundo. Han pasado del cielo al infierno y viceversa, han estado salpicados de polémica, han sido arrestados, expatriados, han abusado de las drogas, de la libertad, lo han vivido todo. Son íconos culturales y referentes populares. Conocidos en todos los rincones del planeta, si conservamos la coherencia y la civilización, su música nos acompañará por siglos. El concierto del pasado 10 de marzo cargó con todo ese peso simbólico y con un significado que supera el plano de la objetividad. Solo después de cincuenta años tuvimos la fortuna de recibirlos en nuestro país, seguramente por primera y única ocasión, es por eso que todos los que estuvimos esa noche acompañándolos guardaremos ese recuerdo con fervor y una nostalgia que ya comienza a cultivarse. En ese contexto, fue un concierto perfecto.


La agrupación, en Perú, en cumplimiento de la gira 2016. Foto: Efe

*Arquitecto. Decano de la Escuela de Arquitectura, Urbanismo y Diseño de la Universidad del Norte, columnista de EL HERALDO y coleccionista de música.
moreno.slagter@yahoo.com
@Moreno_Slagter
 

Manuel Moreno Slagter
sumario: 
Bajo el recuerdo, el fervor y la nostalgia hacia los Rolling Stones, estas notas sobre el concierto que brindaron el 10 de marzo en Bogotá. Una presentación colmada de referencias locales, desorden y lluvia.
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Latitud 27 de marzo de 2016


‘La isla encallada’

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Domingo, Marzo 27, 2016 - 00:00
Tomada de Internet

En una tertulia pasada de jóvenes universitarios, en la que estuve sentado por azar, oí hablar del Hay Festival pasado. Uno de ellos manifestaba la buena impresión que había tenido al oír la conversación entre Alberto Abello y Gustavo Bell Lemus sobre el libro Biografía del Caribe, de Germán Arciniegas. Agregó que una de las conclusiones fue que el libro –a pesar de no incluir a la Costa Caribe colombiana en sus miradas– había sido un punto de partida para reflexionar sobre nuestro litoral. Traté de decir algo, pero la memoria de ese libro se me perdía por los años pasados desde su lectura.

¿Los de la conversación son intelectuales o académicos? Preguntó uno de los jóvenes de la mesa. Paré el oído, esas son las preguntas que siempre me interesan y que todavía no he podido contestármelas. Frente al balbuceo de todos los interrogados decidí intervenir y dije tentativamente que creía que un intelectual era lo opuesto a un académico. Los académicos son casi siempre especialistas en un solo tema mientras que los intelectuales se desparraman en múltiples inquietudes.

¿Entonces Habermas y Bourdieu, que fueron profesores, no fueron intelectuales? –me contradijo un joven estudiante de Comunicación con acné y lentes gruesos. Un ñoño arquetípico.

«Los que nombraste no se limitaron a un solo tema», fue lo único que se me ocurrió decir, y pensé callar por el resto de la tertulia.

Por fortuna habían vuelto al tema del Caribe. Ninguno se había leído a Arciniegas, pero uno de ellos sacó el libro La isla encallada, de Alberto Abello, publicado el año pasado. «Es muy buena» –afirmó con énfasis. Acto seguido sacó un libro de Ian Fleming y agregó «ahora leo esta novela vieja sobre un James Bond dando vueltas sobre el Caribe».

No encontré, por más que me estrujé el cerebro, la relación entre Fleming y Abello, pero vaya a saber uno cómo es la iconografía de unos intelectuales en ciernes.

Abello Vives hace notar las particularidades del Caribe colombiano que lo distingue de los otros países del Gran Caribe. Particularidades poco estudiadas y que hacen, como demuestra el autor, que al presentarse un conflicto como el de los límites marítimos con Nicaragua haya entre nosotros poca claridad sobre el tema. De sus observaciones el autor nos dice que nuestra Costa Caribe, más que Una isla que se repite, título del libro clásico de Antonio Benítez Rojo, es más bien una «Isla encallada».

La demostración de esta afirmación es el tema de la obra. En sus nueve suculentos capítulos nos va mostrando cómo hay dos hechos decisivos para decir que somos del mismo mar pero no somos de los mismos. Uno es el sistema de plantaciones, que incluyó todas las islas del Caribe, hasta a la colonia española de Cuba (lo que explica el porqué la élite de la ‘sacarocracia’, a comienzos del siglo diecinueve, no tuvo interés en la independencia). El otro punto de distinción es que entre nosotros, los españoles no exterminaron a todas las tribus indígenas. Ni se perdieron sus lenguas.

Otra mirada es la diferencia entre Cartagena y La Habana, que eran los dos puertos pujantes en la Colonia. Después de la independencia «Cartagena –según Theodore Nichols–presentaba hacia 1820 la apariencia de una persona que, no solamente había llevado una vida dura, sino que también tendría que soportar una vejez difícil». Por contraste, La Habana, capital de un país azucarero, presentaba un esplendor envidiable.

Además de mostrarnos una historia muy desconocida del Caribe, muy distinta a la historia andina de nuestro bachillerato, también hay miradas agudas a cómo el narcotráfico permeó al archipiélago de San Andrés y modificó las relaciones con Nicaragua. También se haya el capítulo, diríamos imprescindible, sobre el Macondo bananero. Un libro de lectura amena e instructiva que tiene que leer todo estudioso del mundo del Caribe. 

 

Ramón Illán Bacca
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El imprescindible rol de los Museos de Memoria

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Domingo, Marzo 27, 2016 - 00:00
Shutterstock

«Ser libre no es simplemente deshacerse de las cadenas que lo atan a uno, sino vivir de una manera que respete y mejore la libertad de los demás». La anterior frase, escrita por Nelson Mandela, el gran luchador por la libertad de su pueblo, recibe a los visitantes en el muro de entrada del Museo del Apartheid, en Johannesburgo, Sudáfrica. El sentido profundo de la libertad que encierra ese pensamiento es un preámbulo de lo que el visitante encontrará en el interior del Museo, que abrió sus puertas en el 2001.

Al ser este un museo de la memoria, en él se exhiben fotografías, videos, documentos, paneles de texto y objetos que ilustran los acontecimientos y las historias humanas que forman parte de la terrible historia, conocida como apartheid.

Un conjunto de 22 salas de exposiciones individuales lleva al espectador a través de un dramático viaje emocional que cuenta la historia de un sistema instaurado por el Estado en el 201 sobre la base de la discriminación racial y la lucha de la mayoría del pueblo sudafricano para derribar esa tiranía. Las exposiciones fueron organizadas y montadas por un equipo multidisciplinario de curadores, directores de cine, historiadores y diseñadores.

Al salir al patio el visitante se topa con siete columnas que tienen inscritas las siguientes palabras: democracia, igualdad, reconciliación, diversidad, responsabilidad, respeto y libertad. Son siete pilares que integran el corazón de la nueva Constitución de Sudáfrica, elaborada por el primer parlamento plenamente democrático, entre 1994 y 1996, después de la caída del apartheid. El museo es un faro de esperanza que muestra al mundo cómo Sudáfrica está llegando a un acuerdo con su pasado opresivo y trabaja por un futuro que todos los sudafricanos puedan llamar suyo.

Interior del Museo del Apartheid, en Johannesburgo, Sudáfrica.
 

Vista general del Museo del Apartheid, en Johannesburgo, Sudáfrica.

Como el ejemplo anterior, los museos de la memoria son creados por diferentes países donde han existido conflictos y sucesos históricos que han desembocado en violencia, opresión, torturas, asesinatos y toda clase de violación a los derechos humanos.

Se erigen por la necesidad de visibilizar la magnitud de las tragedias vividas y para examinar, reflexionar y debatir sobre las causas y circunstancias que desencadenaron los conflictos y crímenes. Los museos de la memoria deben verse como lugares donde los ciudadanos puedan hallar claves para leer críticamente su pasado y para que se genere la conciencia del respeto por los derechos humanos y de la participación en la construcción de un mejor futuro para todos.

Son muchos los museos de la memoria que existen en diversos lugares del planeta. Además del Museo del Apartheid, que ya mencioné, hay otros emblemáticos como el Museo Memorial de la Paz, de Hiroshima, que honra la memoria de los que perdieron la vida durante el bombardeo atómico estadounidense contra Hiroshima y Nagasaki, y el Museo Yad Vashem, que es un monumento a los judíos que perecieron en el Holocausto.

En Latinoamérica no son muchos, y sus fechas de creación son más bien recientes. En México D.F. existe uno pequeño, el Memorial 68, que descubrí accidentalmente cuando fui a visitar el complejo arqueológico de Tlatelolco, el año pasado. Fotografías, noticieros de TV, manifiestos, documentales, películas y otros archivos dan fe de la tristemente célebre matanza de Tlatelolco, donde murieron centenares de personas, mayoritariamente estudiantes universitarios, a manos del ejército y la policía, el 2 de octubre de 1968, en la Plaza de las Tres Culturas.

Estos eventos se consideran parte de la época de la Guerra Sucia mexicana, cuando el gobierno utilizó sus fuerzas armadas para suprimir la oposición política. La matanza se produjo 10 días antes de la apertura de los Juegos Olímpicos de 1968 en la Ciudad de México. Más de 1.300 personas fueron detenidas por la policía de seguridad del Estado. Todavía se siguen conociendo documentos que clarifican verdades sobre los responsables de la masacre. Aunque algunos calculan que fueron 300 los masacrados, todavía no hay consenso sobre cuántos murieron ese día en el área de la plaza.

Conceptos como injusticia, violencia institucional, derechos humanos, protesta pacífica, presos políticos o democracia son algunas de las preguntas que señalan el camino hacia la construcción de la memoria colectiva sobre la historia reciente del país.

Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, de Chile
Es una entidad creada y facultada para dar visibilidad a todas las violaciones a los derechos humanos cometidas por el Estado durante la dictadura de Augusto Pinochet entre 1973 y 1990, que produjo más de 40 mil víctimas de ejecuciones, desapariciones y torturas, según los Informes Rettig y Valech.

Este museo muestra, mediante una innovadora propuesta visual y sonora, un conjunto de objetos, documentos y archivos en diferentes formatos y soportes, que dan cuenta de la historia chilena de aquellos aciagos años, como el golpe de Estado, la represión de los años posteriores, la resistencia, el exilio, la solidaridad internacional y las políticas de reparación.

Situado en Barrio Yungay, de Santiago, fue inaugurado en enero del 2010 –por la entonces presidenta Michelle Bachelet– con el fin de promover iniciativas educativas, que inviten a los chilenos al conocimiento, la reflexión y la promoción de una cultura de respeto de la dignidad de las personas. El museo respalda la dignificación de las víctimas y sus familias, estimula la deliberación y el debate sobre la importancia del respeto y la tolerancia, y garantiza que esos terribles hechos no se vayan a repetir jamás.

El Museo de la Memoria y los Derechos Humanos es un espacio dinámico e interactivo que rescata la historia reciente de Chile y se reencuentra con la verdad. Cuenta con un rico patrimonio y archivística que atesora documentos jurídicos, testimonios orales y escritos, relatos, fotografías documentales, producción literaria, cartas, material de prensa escrita, audiovisual y radial, largometrajes y material histórico.

Este museo se ha convertido en una institución cultural de primera importancia en la ciudad de Santiago, porque además de sus amplias instalaciones para la Muestra permanente posee espacios para exposiciones temporales, una plaza de 8.000 metros cuadrados, un auditorio y obras de arte en el espacio público, que visualmente se integran a su arquitectura.

 

El Espacio Memoria y Derechos Humanos, de Argentina
No es propiamente un museo a la manera convencional, sino un conjunto de espacios regidos por varias instituciones de derechos humanos. Está ubicado en la Avenida del Libertador, emblemática arteria al norte de la ciudad de Buenos Aires, en el mismo lugar donde funcionó la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) durante la dictadura militar (1976-1983), que fue uno de los tenebrosos centros clandestinos de detención, tortura y exterminio, donde fueron desaparecidas alrededor de cinco mil personas.

La que hoy se conoce como ex Esma, es uno de los sitios de memoria más importantes de Latinoamérica. El Sitio de Memoria está ubicado en el ex Casino de Oficiales, complejo arquitectónico del alto mando de la Marina que fue declarado Monumento Histórico Nacional en 2008 y constituye un testimonio material de los crímenes que allí se cometieron y que todavía hoy investiga la justicia argentina.

Uno de los más aberrantes fue el funcionamiento de una sala clandestina de maternidad, donde nacieron al menos 34 bebés de detenidas desaparecidas, y la mayoría de ellos fueron posteriormente apropiados.

El Espacio Memoria y Derechos Humanos (ex Esma) trabaja por el reconocimiento y homenaje a las víctimas, al mismo tiempo que condena los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la dictadura.

Es uno de los espacios más importantes de referencia nacional e internacional de políticas públicas de memoria, de fomento de los valores democráticos y de salvaguardia de los derechos humanos.

El visitante que llega percibe el lugar como un centro de intercambio cultural y de reflexión sobre el terrorismo de Estado y la experiencia genocida, un espacio de debate sobre la historia política reciente del pueblo argentino. Mediante visitas guiadas, congresos, programas educativos, actividades culturales de distinto orden y la producción de contenidos se cumple con el objetivo básico de preservar la memoria y defender los derechos humanos.  

Museo Nacional de Memoria Histórica de Colombia
La Ley 1448, de Víctimas y Restitución de Tierras creó en su artículo 146 el Centro Nacional de la Memoria Histórica, CNMH, como establecimiento público del orden nacional, adscrito al Departamento Administrativo de la Presidencia de la República, con el objetivo de reunir y recuperar todo el material documental, testimonios orales y por cualquier otro medio relativo a las violaciones de los derechos humanos a las víctimas del conflicto armado colombiano. Según el CNMH, 220.000 personas fueron violentamente asesinadas y casi siete millones de víctimas ha dejado la violencia en los últimos 34 años. 

Una de las funciones del CNMH es diseñar, crear y administrar un Museo de la Memoria, destinado a lograr el fortalecimiento de la memoria colectiva acerca de los hechos desarrollados en la historia reciente de la violencia en Colombia.

Así nace el Museo Nacional de Memoria Histórica como un lugar para reflexionar y debatir sobre las causas y condiciones que desencadenaron el conflicto armado, lo degradaron y lo prolongan en la actualidad.  También para que se reconozcan y fortalezcan lugares e iniciativas de memoria que se construyen en todo el país, portadoras de sueños por un buen vivir.

Hasta ahora el Museo es un proyecto que será ejecutado según diseño de MGP Arquitectura & Urbanismo, de Colombia, y Estudio Entresitio, de España, por 3.200 millones de pesos. El edificio se construirá en Bogotá, en un terreno colindante con la calle 26 y carrera 30. Tendría tres funciones básicas: Una reparadora: reconocer y dignificar a las víctimas; una función esclarecedora: aportar al conocimiento y análisis crítico de la violencia contemporánea y de las graves violaciones a los derechos humanos; y una pedagógica: aportar a la construcción de una cultura del respeto por la diferencia, diversidad y pluralidad que contribuya a establecer las bases para las garantías de no repetición.

Según se desprende de sus objetivos, en la etapa del postconflicto, el Museo Nacional de Memoria Histórica juega un rol preponderante ante la imperiosa necesidad de movilizar el pensamiento crítico frente a la construcción de democracia y promover un lugar en donde se estimule el debate, la reflexión colectiva y la controversia; un lugar donde se valore la pluralidad, la diferencia y se reconozca la alteridad.

Asimismo, debe dar cabida a las múltiples narrativas existentes en el país y recibir la confluencia de voces para propiciar una conversación entre diferentes versiones de la verdad que disputan su legitimidad. En esa disputa es deber del museo manifestar su respaldo a las víctimas y a los sectores subalternos, silenciados y excluidos durante décadas.

1. Maqueta del Museo Nacional de Memoria Histórica de Colombia. 
 
2. Sogas para las ejecuciones colectivas.  
 
3. Museo de la Memoria y los Derechos Humanos de Chile. 
 
4. Armas de la represión. 
 
5. Museo Memorial 68 de Tlatelolco, México.
 
6. Interior del Museo Memorial 68 de Tlatelolco. 
 
 
 
 
 

Fuentes y fotos: páginas web oficiales y otras consultadas de los museos en mención.
*Artista visual, docente investigador (Grupo Videns) de la Universidad del Atlántico.

Néstor Martínez Celis
sumario: 
Estos recintos –que los hay en grandes capitales del mundo– son aún un proyecto en Colombia. Deben verse como lugares donde los ciudadanos puedan hallar claves para leer críticamente su pasado, y para que se genere la conciencia del respeto.
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¿Contar la guerra, o contar la paz?

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Domingo, Marzo 27, 2016 - 00:00

Hay muchas cosas de las que los adultos no hablan en presencia de los niños, con la falsa ilusión que los están protegiendo, pretendiendo que es mejor no pensar, no saber. Pero los niños saben más de lo que la gente supone y están dispuestos a enfrentar temas difíciles, que los adultos preferirían que no conocieran. 

Los chicos son inquisitivos por naturaleza. Si allí donde buscan respuestas encuentran silencios, se llenan de confusión, y esa sensación de desconocimiento, con frecuencia, queda impresa como parte de su identidad.

A menudo olvidamos la complejidad de su vida emocional y su necesidad de palabras. Hoy en día los niños saben que la gente muere, que en las guerras hay torturas y desapariciones, y que en la vida también hay espacio para el horror. Los temas alrededor de la violencia ya no les sorprenden. Con solo abrir el periódico, encender la radio o la televisión, hablar con sus amigos o conectarse a Internet oyen de corrupción, violencia, abuso sexual, bullying, secuestros, trata de menores… en este mundo global, lo que ocurre a miles de kilómetros nos afecta directa o indirectamente.

Desconocer que existen otros que viven en contextos diferentes, negar el dolor de los demás, evitar hablar de los conflictos, crea una ilusión de insensibilidad, de autoanestesia. Porque el hecho de no hablar de estos temas no va a hacer que desaparezcan.

En Colombia, a lo largo de más de cincuenta años, hemos vivido en una sociedad dominada por la violencia, la corrupción, el miedo y el abuso del poder. Miles de niños y jóvenes colombianos han vivido inmersos en un conflicto que no entienden, han sido víctimas o testigos de la violencia por la acción de la guerrilla, los grupos paramilitares y las mafias del narcotráfico.

Interpretar realidades
¿Cómo hablarles a los niños de temas difíciles? ¿Cómo contarles del dolor, de la tristeza, de esas cosas que los adultos mismos no entendemos? ¿Cómo hablarles de la guerra? Y, por otro lado, ¿cómo no hablarles de todos esos temas?

En medio de la complejidad y de los silencios, la literatura se convierte en un albergue imaginario y les brinda el lenguaje y las palabras para expresar sus preocupaciones, sus conflictos, las situaciones que les toca vivir y que no siempre están preparados para entender.

Se supone que la niñez es la etapa de la inocencia, ¿por qué no protegerlos ante el horror?

La polémica sobre qué temas deben tratarse en la literatura infantil data de tiempo atrás. Hace pocos años, la obra del estadounidense Maurice Sendak Donde viven los monstruos (Where the Wild Things Are, 1963) desató duras críticas por parte de padres y pedagogos, que consideraron que sus personajes podían asustar a los pequeños.

Para el autor, quienes cuestionaron su obra eran personas sobreprotectoras que tendían a idealizar la infancia y a pensar que los libros para niños debían tener un mensaje moralizante de acuerdo a los modelos aceptados de comportamiento, «logrando niños sanos, virtuosos, sabios y felices».

Para el ilustrador de libros infantiles Rafael Yockteng, estos son temas a los que ningún ser humano puede ser indiferente. Aún si alguien se encuentra en un sitio privilegiado, la violencia lo puede alcanzar.

La escritora colombiana Yolanda Reyes dijo durante el II Congreso Iberoamericano de Literatura Infantil que se realizó en Bogotá en marzo de 2013 que la literatura infantil otorga a los niños herramientas intelectuales, cognitivas y simbólicas para asimilar, enfrentar y modificar sus propias realidades, incluso la violencia. «Para los niños es muy reparador explicarles la realidad. Les otorga poder, valentía y esperanza». Entonces, no hay que ocultar lo que sucedió, sino colocarlo en el lenguaje del niño.

“Mi mamá dice que si Catalina hubiera estado ese día, seguro que la habrían matado. Yo no creo que sea para tanto. Catalina llora por todo, pero a la hora de la verdad es la más valiente de todos nosotros. De pronto, si Catalina hubiera estado ese día, los secuestradores no habrían podido llevarse a mi papá”.  (Irene Vasco – Paso a paso)

El lenguaje literario
La realidad tiene que estar presente en la literatura infantil y juvenil. La literatura debe reflejar con miles de recursos, de miles formas, la realidad en que vivimos, ayudar a los niños a construir su propia mirada, a desarrollar la capacidad de analizar qué es lo que sucede a su alrededor, a crear referentes y nombrar mundos imaginarios. Es necesaria también para ponerse en los zapatos del otro y sentir el dolor ajeno.

Si bien es cierto que no hay temas prohibidos en la literatura para niños, tan importante como los contenidos es el tratamiento narrativo. El modo de contar una historia, retar a los niños como lectores, proponiendo giros interesantes en la trama y en el tiempo, utilizar distintos narradores, metáforas, personajes contradictorios, finales abiertos, alusiones e inferencias, todos los elementos de un buen libro deben estar presentes.

Beatriz Helena Robledo, escritora e investigadora de literatura infantil y juvenil, afirma que los niños tienen una capacidad de interpretación activa e interpretan a su manera, como lo hace cualquier persona, a partir de su experiencia y sus conocimientos. Un niño campesino, uno que vive en la calle y otro de una familia con recursos son tres lectores diferentes y seguramente interpretarán un texto de manera distinta.

Autores y libros infantiles sobre la violencia en Colombia
La literatura infantil es un reflejo de la cultura de cada época y lugar de origen, y está estrechamente ligada a la historia de la humanidad. En la Edad Media y el Renacimiento no se reconocía a la infancia como una etapa con características y cualidades propias.

Fue en el Siglo XVIII que el pensador francés Jean-Jacques Rousseau planteó en su Emilio (1762) que el niño no es un adulto en miniatura, sino que tiene características propias y una concepción diferente del mundo, concepto que transformó profundamente a la sociedad occidental.

Rousseau atacó el sistema educativo de su época, sosteniendo que los niños debían ser educados en base a sus intereses y no a través de una estricta disciplina. Filósofos y pensadores comenzaron a considerar que el niño necesitaba su propia literatura, aunque todavía con fines didácticos. Sin embargo, habrían de pasar muchos años hasta que la sociedad reconociera los derechos fundamentales de los niños.

Vale recordar que ocultos en las narraciones de Hans Christian Andersen, sus personajes, al igual que tantos niños de hoy, eran los excluidos, los diferentes en un mundo de iguales, Cenicientas en un mundo de princesas, cisnes en una familia de patos, pobres en un país frío e inhóspito, arrancados de su sitio, arrojados a la intemperie, expulsados de dudosos paraísos.

Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, varios escritores europeos se atrevieron a hablar de las heridas de la guerra y de las emociones sin imponer mensajes moralizantes. Así aparecieron libros como Flon Flon y Musina, de la francesa Elzbieta; Cuando Hitler robó el conejo rosa, de la alemana Judith Kerr; Rosa Blanca, del italiano Roberto Innocenti, y, en Austria, ¡Vuela, abejorro!, de Christine Nöstlinger. Varios de estos libros llegaron a Colombia en la década del noventa y se convirtieron en referentes  de la primera generación de escritores colombianos para niños: Yolanda Reyes, Irene Vasco, Ivar Da Coll y Triunfo Arciniegas.

Unos años más tarde, el chileno Antonio Skármeta publicó La composición (1998), donde habla de la dictadura, planteando un mundo de represión y miedo en que se intenta vivir con normalidad. A pesar de su corta edad, Pedro, el protagonista, comprende claramente que algo ocurre a su alrededor y responde por sí mismo la pregunta que un día le hizo a su padre «¿Los niños pueden estar en contra de la dictadura?»

En Colombia, es apenas a finales de los ochenta que la literatura infantil fue reconocida como un campo para hablar de las emociones, y los niños fueron reconocidos como sujetos de derecho apenas en la Constitución de 1991.

Sergio Andricaín, escritor e investigador literario cubano que vivió muy de cerca la realidad de nuestro país trabajando como oficial de proyectos del Centro Latinoamericano para el Libro y la Lectura (Cerlalc), compartió con nosotros algunos de los autores y libros infantiles más conocidos sobre este tema.

Precursora de este género, que podríamos llamar de la violencia o de los temas difíciles en Colombia, es Irene Vasco. Su novela Paso a paso (1995) narra el secuestro de un padre visto desde los ojos de su hija adolescente. Su nuevo libro Mambrú perdió la guerra (2012) cuenta la historia de Emiliano, quien enfrenta la desaparición de sus padres y se ve en la necesidad de refugiarse en una cabaña con su perro Mambrú, su amigo y guardián y, ante el pánico de ser encontrado, debe dispararle para acallar sus ladridos.

El mordisco de la medianoche, de Francisco Leal Quevedo, y La luna en los almendros, de Gerardo Meneses Claro (Premio de Barco de Vapor de SM) abordan el drama de las familias que se ven obligadas a abandonar el lugar donde siempre han vivido a causa del conflicto, y cómo eso afecta la vida de estas familias y, en especial, a los niños.

En No comas renacuajos, de Francisco Montaña Ibáñez (2008), cinco hermanos (el mayor tiene apenas 13 años de edad) intentan sobrevivir solos después que su madre murió enferma y el padre los abandonó a su suerte. Manuela, Robert, Héctor, David y María se empeñan en permanecer unidos, haciendo frente al hambre, el abandono y la indiferencia.

Un caso muy particular es Tengo miedo, de Ivar Da Coll, un clásico, que aborda los miedos que experimenta un niño: a la sombra, a la oscuridad, a los fantasmas, y que el propio escritor reeditó en 2013 con nuevas ilustraciones y ampliando las connotaciones del miedo que puede sentir un niño en una situación como la que vivimos en nuestro país, donde los monstruos no solo no dejan dormir al protagonista, sino que sacan a los animales de sus casas, se llevan a algunos para no regresarlos jamás, o escupen fuego sobre pueblos enteros.

Con textos del colombiano Jairo Buitrago e ilustraciones de Rafael Yockteng, quien nació en Perú pero está radicado en Colombia, apareció en 2008 Camino a casa para hablarnos de los desaparecidos, de las madres que tienen que ir a trabajar todos los días y de los chicos que se quedan solos y terminan educándose ellos mismos, una situación que se repite a diario en toda Latinoamérica. De este mismo dúo de creadores encontramos Eloísa y los bichos (Premio White Raven, 2012) acerca de una niña que llega a una ciudad donde todos son bichos raros. Una historia sobre desplazamiento, un relato intimista sobre los miedos de una niña y lo difícil que es adaptarse a un nuevo lugar, a todo aquello que nos es desconocido.

Para los más pequeños está El árbol triste (2005), de Triunfo Arciniegas, que cuenta la historia de tres pájaros que llegan al árbol en casa de una niña para levantar el vuelo tres meses después, dejando al árbol y a la niña con la esperanza de su regreso. Cuando vuelven, despelucados y tristes, la niña descubre que los pájaros vienen de un país que está en guerra.

Finalmente, en las páginas de Era como mi sombra (2015) Pilar Lozano nos habla de esos jóvenes que han formado parte de la guerrilla, bien sea por coerción física, por obligatoriedad o porque son, como los personajes de esta historia, dos muchachos que no tienen futuro, que están en medio de una guerra y no saben qué hacer con su vida, que no ven su destino claro y un buen día deciden incorporarse a la guerrilla.

Todos estos autores plasmaron la realidad de la guerra sufrida por los niños con un profundo conocimiento, con sensibilidad e inteligencia, con una mirada serena, con todo el dolor, los traumas y las heridas que crea una guerra.

Libros como estos son los indispensables, los que resuenan en la conciencia, los que le permiten al lector adentrarse en el dolor del alma humana, y encontrar en ella, también, su grandeza.

“Tengo miedo de los monstruos que tienen cuernos... de los que se esconden en los lugares oscuros y solo dejan ver sus ojos brillantes... de todos, todos esos que nos asustan tengo miedo...”    
    (Tengo miedo - Ivar Da Coll)

En la literatura tienen que estar la guerra, el hambre, el dolor, el drama del exilio, pero con una dosis de optimismo. Tiene que haber también cuentos donde la gente es feliz; en medio del conflicto, tienen que estar presentes la alegría y la esperanza que –dentro de toda esta situación– el mundo puede ser un lugar bello y la vida vale la pena vivirla.

En Era como mi sombra, por encima de la dureza de las situaciones conmovedoras y desgarradoras, siempre aflora la belleza en la forma de paisajes, de amistad, de reconciliación y de reflexión. Eloísa y los bichos nos habla de extrañeza y de rechazo, pero también de amistad. La protagonista de Paso a paso está traumatizada, pero tiene la frescura de la vida que comienza y, a pesar del trauma, con el dolor, va a florecer.


“Eloísa y los bichos” es una historia sobre el desplazamiento y los miedos de una niña ante los lugares desconocidos.

Literatura infantil después del conflicto
Ahora, cuando soplan nuevamente aires de acuerdos de paz en Colombia, que ojalá se materialicen y no se desvanezcan una vez más como humo, ¿podremos empezar a pensar en una nueva literatura infantil más allá de la violencia?

La literatura del conflicto va a seguir. Sergio Andricaín considera que habrá dos vertientes en la literatura colombiana: una que hable del conflicto como tal, como historia que se cuenta desde miradas y ángulos distintos, y otra que hable de lo que viene, del postconflicto, de cómo construir una nueva sociedad entre todos, cómo dialogar.

Considera que es muy probable que aparezca una nueva temática en torno a qué va a pasar después del conflicto, la incorporación de la guerrilla a la sociedad civil, cómo se van a resolver los dramas que dejó la guerra, saber que aquel fue quien mató a mi padre, o el que me expulsó o me despojó de mi hogar. Puntualiza que la literatura no es la solución, no es la panacea, no trae una cura milagrosa a los problemas sociales, pero contribuye a nivel individual a que cada uno sea mejor y pueda completarse como ser humano. 

Por mi parte debo señalar que la reconciliación después de un evento traumático es difícil. La disculpa puede ser un punto de partida para buscar la reconciliación y trabajar como colectividad para superar el pasado. Pero disculpa no es olvido. Quedan aún muchas historias de vida por narrar. Esas historias de y para los niños a quienes les robaron la infancia y los expulsaron del paraíso de la inocencia de los primeros años, y que necesitan historias con las que se puedan identificar.

«Es importante contar las historias sociales, las historias ocultas, las que no se cuentan, las  cotidianas. Si esas historias quedan sin contar, se guardan en el inconsciente colectivo y no se pueden superar, no puedes perdonar. Se debe hablar de reconciliación, sin guardar resentimiento contra nadie» –opina Rafael Yockteng.

Para darle fin a este análisis es necesaria la frase que muchos repiten de memoria: La firma de los tratados de paz no representa, ni remotamente, el cese del conflicto. Porque el conflicto es un ente que se vive a diario y está presente en todas las relaciones humanas: tirar un papel en la calle es un conflicto, que el papá le pegue a uno, o el compañero lo convierta en blanco de burlas, o la profesora no dé importancia a la pregunta que el niño plantea son conflictos que los chicos enfrentan de manera permanente, día a día.

Tenemos que aprender ahora el lenguaje de la paz, el discurso de la paz. Enseñar a los niños a dialogar, a resolver los conflictos pacíficamente. Para que puedan empezar a creer en las palabras de ese gran pensador e idealista Mahatma Gandhi: «No hay camino para la paz, la paz es el camino». 


Sergio Andricaín
Escritor, editor
Habrá dos vertientes en la literatura colombiana. La que hablará del conflicto y otra de lo que viene ahora, de cómo construir  una nueva  sociedad.


Rafael Yockteng
Ilustrador de libros infantiles
Si esas historias quedan
sin contar, se guardan en el inconsciente colectivo y no se pueden superar, no puedes perdonar. 

Clarita Spitz
sumario: 
Escritores, ilustradores, promotores de la lectura y editores hablan de los libros y la violencia en la literatura infantil colombiana en los últimos años, y sobre las tenencias que podemos esperar en materia narrativa dirigida a la niñez.
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Hacer fuego con la oscuridad

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Domingo, Marzo 27, 2016 - 00:00

En la novela Tríptico de la infamia, ganadora del Premio Rómulo Gallegos 2015, el escritor colombiano Pablo Montoya pareció tomarse muy en serio la definición lanzada por Roberto Bolaño en el discurso que pronunció al ganar el mismo galardón en 1999: «La literatura es meter la cabeza en lo oscuro». En su libro, Montoya se sumerge en uno de los periodos más oscuros de la Historia: las crueldades y vilezas cometidas en el siglo XVI. «Somos inobjetablemente oscuros –dice uno de los personajes de la novela– y ante las formas de la pavura terminamos por caer seducidos».

Al recibir el mismo premio en 1967, Mario Vargas Llosa apostó por una definición que parece totalmente opuesta a la de Bolaño: «La literatura es fuego». Y Montoya también la pone en práctica al no dejarse tragar totalmente por la oscuridad: «La vida es una permanente combustión –afirma otro de los personajes de Tríptico–. Y solo podemos entenderla si nos arrojamos a ella con intensidad desesperada».

En su propio discurso de premiación, Pablo confesó que es un escritor fascinado por observar el lado oscuro de la humanidad, pues el optimismo le parece una actitud ingenua y un producto engañoso de la sociedad de consumo. Sin embargo, a pesar de lo atractivo que puede resultar para un escritor, afirma que no ha caído en la fascinación por la catástrofe o el nihilismo. De hecho, su novela busca fundir la afirmación de Bolaño con la de Vargas Llosa, al meter la cabeza en lo oscuro y tratar de hacer fuego con esa oscuridad. Un salmo, citado en el libro, lo expresa directamente: «La oscuridad y la luz son lo mismo para ti».


El escritor Pablo Montoya

François Dubois, uno de los tres personajes principales de la novela, descree de aquella idea según la cual la calma sucede a la tormenta, la luz a la oscuridad. Después del horror viene más horror, piensa, esa es la perpetua condición del hombre: llegar a los límites del horror para saborear nuevas fronteras del sufrimiento. «No, más allá de las tinieblas no hay fulgor –afirma Dubois–. Solo más tinieblas, y el inmenso terreno del desamparo».

Dubois había perdido todo en la masacre de San Bartolomé, uno de los sucesos más infames ocurridos en uno de los supuestos centros de la civilización. En aquel verano de 1572, París quedó teñida por la sangre de miles de hugonotes asesinados, entre ellos la esposa embarazada de Dubois. Desde entonces, exiliado en Ginebra, el pintor se mantiene en la decisión de no usar más el pincel, pensando que así nacería en él otro hombre y otra historia, pero pronto se da cuenta de que es ingenuo resistirse: «Solo contamos con una vida y su sentido está forjado con sus continuos desgarramientos».

Al principio se pregunta si no debería usufructuar el derecho que tiene todo pintor por el blanco total, su derecho a ocultar la mirada y negar toda visibilidad, porque a fin de cuentas toda visión implica una sujeción a lo mirado. Se pregunta si no es mejor fundirse a la libertad infinita que proporcionan el vacío y el silencio. ¿Acaso toda pintura no es en realidad la forma de escamotear el modelo principal? La verdadera pintura no es lo que se ve a simple vista sino el abismo que reemplaza. Un cuadro nunca alcanza a ser el envase final de una idea, sino apenas la antesala de lo que nunca se ha dicho ni se podrá decir. «La realidad siempre será más atroz y más sublime que sus diversas formas de mostrarla», dice el narrador.

Y si la realidad inmediata es más mediata de lo que parece, la pasada es aún más difícil de plasmar: «Creo que todo intento de reproducir lo pasado está de antemano condenado al fracaso, porque solo nos encargamos de plasmar vestigios, de iluminar sombras, de armar pedazos de vidas y muertes que ya se fueron y cuya esencia es inasible». ¿Cómo dibujar el presente si uno apenas sobrevive en él, cómo recrear el pasado si este es una herida que se desborda de cualquier tela, cómo esbozar el futuro si el olvido es el único trazo que se espera de él? «¿Qué es finalmente el dolor? –se pregunta Dubois–. ¿Qué escurridiza sustancia encierra? ¿Qué tipo de energía lo justifica frente al cosmos? Y, ¿cómo conjurarlo? ¿Es posible fijarlo en una tabla o un pedazo de tela? ¿Qué tiene que ver el color con el dolor?». Y uno, como lector, también termina preguntándose: ¿Es posible fijarlo en una novela o en un ensayo? ¿Qué tiene que ver el dolor con las palabras?

Simon Goulard, un joven ministro que intenta convencer a Dubois de dibujar el cuadro sobre la masacre, le insiste con varios argumentos. Esgrime que la gran lucha es contra el olvido. Hay que nombrar a los masacrados, le dice, hay que salvar la identidad de los muertos para que no se disuelvan en la masa anónima. «No podemos morir –le dice– sin haber intentado una inmersión en la desdicha de los otros y en su calamidad de todos los días». Y en eso Montoya nos recuerda de nuevo a Roberto Bolaño, cuando en 2666 hace un recuento pormenorizado de las víctimas. Goulard le hace ver a Dubois que, como los hebreos perseguidos por el faraón, él ya cruzó el Mar Rojo y debe usar esa sangre para transmitirle un mensaje al resto de los hombres; no desperdiciarla en la arena del tiempo que todo se traga. «Si pensara esconderme de la oscuridad –le cita el salmo–, o que se convirtiera en noche la luz que me rodea, la oscuridad no se ocultaría de ti, y la noche sería tan brillante como el día».

Por supuesto, Dubois termina pintando la masacre. El número de personajes recreados es ciento sesenta. Dudoso, vuelve a contarlos, pues siente que le falta algo a la tela, quizá el resto de la humanidad que él está seguro haber incorporado. Debe descubrir qué es, porque no se encuentra bien de salud y no le queda mucho tiempo de vida. Para obtener el impulso suficiente, revive una noche con su difunta esposa Ysabeua, los dos desnudos en el lecho, ella diciéndole que él será su amor en la sucesión de tiempos y espacios que les falta por vivir. Esa sucesión parece concentrarse en las medidas puntuales de su tabla y en el instante intenso que retrata. Lo que falta por pintar… es su gato, concluye, el mismo que lo salvó al lanzarse sobre sus verdugos y permitirle escaparse. Lo dibuja encerrado en una jaula sobre la cima de una colina, dominando toda la visión del horror; es el mismo gato que se repite todas las noches delante de todos los hombres como una pregunta ambulante, como un signo brillante en la oscuridad. Una pregunta es paradójicamente la que cierra el cuadro, y no su respuesta.

Theodor De Bry, el grabador y cartógrafo que salvó la pintura de Dubois del olvido, nunca olvidaría una consigna que le regaló su maestro Ortelius: debemos reducir el universo a escala del ojo humano. El arte viene siendo el esfuerzo por adaptar el misterio, el absoluto, a la sensibilidad limitada del hombre y a sus circunstancias mundanas, y a la vez servirle de apertura infinita. «¿Qué puede ser lo divino si no es el arte?», pregunta el narrador. Si la Historia es la herida irreversible provocada por la propiedad privada, el Estado y la religión, como afirma el narrador, entonces el arte es el único bien que nos queda para contenerla. Si el mal es la historia y la historia tiende a volverse una sombra abstracta, el arte debe imperar sobre ella como un recordatorio concreto, como la «astilla en la carne» de la que hablaba el filósofo alemán Søren Kierkegaard.

En los terrenos de la culpa todos los seres humanos están involucrados, afirma De Bry, recordándonos una sentencia de Albert Camus. Y en el terreno de las intuiciones, dice el narrador, los seres del pasado, del presente y del futuro estamos mezclando permanentemente nuestros itinerarios por los agujeros del tiempo. En esa superposición de seres, responsabilidades, espacios y tiempos, el dolor parece la única certeza, el único eje de la existencia.

En la primera parte de la novela, el cuerpo del pintor Jacques Le Moyne es pintado totalmente por un indígena. Líneas ondeantes que evocan una red de quebradas, círculos concéntricos que son caracoles, cuernos y escudos, cuadrantes y recovecos. «Por fin él mismo era una pintura», dice el narrador. Entonces Le Moyne se imagina justificándose frente a su maestro: «Es como si fuera necesario para arribar a la desnudez total, a la prístina ausencia de sentido, atravesar el desvarío, la multiplicación y el exceso».

La violencia de ese feroz siglo XVI acabó con la vida de 70 millones de indígenas, según los cálculos del fraile Bartolomé de las Casas, testigo directo de los desafueros de los españoles. Si los cimientos de América Latina están forjados sobre la infamia, ¿existe alguna posibilidad de enderezar la historia?, se termina preguntando el lector. Al alzar la cabeza en este siglo XXI, no encontramos muchos argumentos optimistas en el panorama de violencia e inequidad social que perdura en Colombia. La única esperanza podría venir de otras palabras de Simon Goulard, el joven ministro que intentaba convencer a Dubois de conjurar el horror a través de la belleza. Le recuerda algo que define la paradoja extraordinaria de Dios: «En los instantes en que más nos sentimos abandonados por él, su cercanía es más prodigiosa».

«¿Qué puede ser lo divino si no es el arte?», vuelve a resonar en nuestros oídos. El filósofo alemán Arthur Schopenhauer explicaba en qué consiste la famosa catarsis, ese desprendimiento milagroso de las condiciones temporales y espaciales del individuo. Decía que solo cuando un sujeto, «elevado por la fuerza del espíritu», se abandona a la contemplación de la belleza y deja de ocuparse de las relaciones de las cosas; cuando olvida el dónde, cuándo, por qué y para qué de los objetos y se concentra únicamente en el qué; cuando se sumerge totalmente en el objeto observado y se libera de las tensiones con el mundo, esa poderosa fuerza capaz de ver en la oscuridad que es la intuición se logra apoderar del espíritu y el hombre puede volverse un «claro espejo del objeto». Un puro, indoloro e intemporal sujeto de conocimiento: una continuidad.

¿Un cuadro hermoso o una bella novela sobre un terrible hecho histórico pueden llegar a sanar a una víctima o, por lo menos, a herir la conciencia del verdugo?, nos preguntamos con Montoya. Puede que sí, puede que unos trazos bellos y honestos sirvan para algo, y a eso nos aferramos los que seguimos garrapateando humildes signos en una hoja o en un lienzo, o los que no nos resignamos a la fealdad de la condición humana y seguimos buscando belleza en todo lo que vemos y oímos, porque la paz es una guerra sin cuartel contra la mueca horrible de las falacias. Porque la paz solo es posible adentrándonos en las tinieblas para retar a los enemigos de la verdad, esa verdad que a algunos les duele tanto. 

 

Paul Brito
sumario: 
La novela ‘Tríptico de la infamia’, del colombiano Pablo Montoya, ganadora del último premio Rómulo Gallegos, se pregunta si el arte y la belleza pueden contribuir a la paz, a la paz consigo mismo, que es la única posible.
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Latitud 03 de abril de 2016

Ruta Carrerá

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Domingo, Abril 3, 2016 - 00:00

Desde la arquitectura —como eje vital del ser humano, puesto que desde la órbita paisajística la sociedad se mueve y se reconoce, y porque en ella se enmarcan las relaciones de todas las instancias del hombre— se sitúa de manera preferencial en el contexto del Caribe colombiano al arquitecto cubano Manuel José Carrerá Machado.

De su larga y fructífera carrera en los períodos de 1934- 1944, 1945-1959, y de 1960 a 1980 se ocupa el libro Carrerá. La vanguardia modernista en el Caribe (1909-1981), de autoría de Carlos Bell Lemus, con colaboración de la Escuela de Arquitectura, Urbanismo y Diseño de la Universidad del Norte.

La obra, con fotografías de la artista barranquillera Vivian Saad, es una iniciativa de EL HERALDO bajo la denominación Ruta Carrerá, con el fin de recobrar el papel protagónico de las joyas arquitectónicas en las que Carrerá dejó su firma.

Ruta Carrerá, contando con los aliados Universidad del Norte, Alcaldía de Barranquilla, Grupo Argos y Cementos Argos, presentó desde el mes de diciembre de 2015 una serie de crónicas, en la edición del periódico, los días sábados. También, como parte del proceso, a partir del 7 de abril 2016, en el Centro Comercial Buenavista, será expuesta una serie de imágenes de la producción fotográfica que hizo para el libro la artista Vivian Saad.

Esta edición de Latitud también hace parte de la Ruta Carrerá, proyecto que contempla la creación de un recorrido turístico guiado, por los inmuebles que dejó el maestro cubano.

El libro, Carrerá. La vanguardia modernista en el Caribe (1909-1981), circulará en breve, y recopila la huella de Carrerá en Barranquilla, Cartagena, Santa Marta y Ciénaga, así como su participación en el Ministerio de Obras de Cuba y su aporte a la planeación de Valledupar. Detalles de su vida, desde sus raíces familiares, estudios e influencias académicas hacen parte del libro, así como dibujos y planos urbanísticos.


Manuel José Carrerá Machado

 

Redacción
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El Caribe, La Habana y Barranquilla (1930-1946)

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Domingo, Abril 3, 2016 - 00:00
Daniel García, cortesía de CBL.

Para 1930, Colombia cumplía ya con más de un siglo de haberse constituido como una república soberana, mientras que Cuba, escasamente y bajo el tutelaje de los Estados Unidos había alcanzado su independencia en 1903. A pesar de esas condiciones, la isla había registrado entre 1900-1925, un notable crecimiento económico.

Cuba, al contar con los excedentes de esa bonanza azucarera, pudo invertir en la modernización de su aparato productivo, en infraestructura, equipamiento social, vivienda, educación, salud. Se generó un rápido desarrollo urbano, al punto que La Habana llegó a ser considerada el ‘París del Caribe’, por sus amplias avenidas y su monumental arquitectura.

Los empresario cubanos, por su parte, con el capital y la experiencia de ese relativo mayor desarrollo económico de la isla, ya se habían aventurado a expandir en América Latina sus negocios a través de inversiones en bienes de capital, transferencia de tecnología, transportes y servicios a otras ciudades latinoamericanos, como fue el caso de Barranquilla.

Barranquilla, para acercarse a la modernidad, miraba hacia La Habana, pujante, más cerca del hemisferio norte, anglosajón y capitalista que se industrializaba y modernizaba con un acento latino. El desarrollo era posible alcanzarlo, sin la necesidad de hablarlo al inglés. Los cubanos lo habían traducido al español y empezaban a difundirlo en castellano al resto de Latinoamérica. La Habana era el puente de comunicación entre los dos mundos.

De manera que por la vía de la arquitectura y el urbanismo, la fisonomía de Barranquilla tendería a parecerse a La Habana, y a través de su imagen, al mundo moderno capitalista. Es así como en La

Habana, a finales del siglo XIX, el ingeniero Luis Iboleón Bosque realizaría el trazado del barrio El Vedado, siguiendo patrones de la ciudad jardín americana, y en 1907, Tomás Nicolau diseñaría el reparto de

Vista Alegre, en Santiago de Cuba. 13 años después, en Barranquilla, se iniciaría la construcción del barrio El Prado, con los mismos criterios de ciudad jardín y bajo la ideología
de la ‘Ciudad bella’, predominante en la urbanización americana.


Barrio El Vedado, en La Habana, Cuba, al igual que otros como Miramar, y Vista Alegre, en Santiago, se configuraban en los entornos modernos idealizados del nuevo Caribe de zonas verdes, mansiones aisladas, palmeras y contemplación de paisajes lejanos del río y el mar.

Redacción
sumario: 
Barranquilla, para acercarse a la modernidad, miraba hacia Cuba, pujante, más cerca del hemisferio norte, de manera que por la vía de la arquitectura y el urbanismo la fisonomía de Barranquilla tendería a parecerse a La Habana.
No

Del eclecticismo a la simplificación formal

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Domingo, Abril 3, 2016 - 00:00

Cuál era la arquitectura que podría expresar los nuevos tiempos una vez que se hubo completado la independencia de la Corona Española? Para los gobernantes criollos y las élites mercantiles del S. XIX, la imagen de los nuevos estados hispanoamericanos debía corresponder con los modelos que implementaban países como Estados Unidos, Francia e Inglaterra.

En Barranquilla, en particular, este proceso se daría a través de la logística requerida para construir la infraestructura portuaria. Según Jorge Caballero, los primeros cobertizos para astilleros construidos por el alemán Juan Bernardo Elbers, pionero de la navegación a vapor por el río Magdalena entre 1823 y 1840, fueron los que permitirían dar el salto cualitativo de las edificaciones vernáculas, y de los métodos constructivos coloniales usados en los primeros tiempos de las barrancas de San Nicolás, a formas arquitectónicas derivadas de la industria y la producción en serie, características de los tiempos modernos:

Fueron llegando, con los inmigrantes y técnicos, los modelos de viviendas y edificaciones emblemáticas provenientes de sus países de origen; en donde se estaban desarrollando historicismos decimonónicos, que hacían referencias al neoclasicismo, al Renacimiento, al barroco o al Medio Oriente, y se entendían como parte de la vida moderna (Caballero, 2000).

El neoclasicismo, en particular, fue adoptado con énfasis por las colectividades civiles, bancarias, institucionales y órganos de gobierno, para levantar su arquitectura.

Una minoría de arquitectos europeos, extranjeros y algunos colombianos formado en el exterior, que se residenciaron en Barranquilla, como Oreste Lenci, Octavio Giraldo, Alfredo Badanes, Cesáreo Carlesso, Carlos Sojo Donado, Fernando Restrepo y Manuel Carrerá, recibieron los encargos, a mediados de los años treinta, de materializar en edificaciones concretas aquellas reflexiones sobre la vida moderna y su contexto espacial, que trascendían al público barranquillero, como las expuestas en las aproximaciones teóricas de la revista Mejoras, y adaptar las tendencias de vanguardia, las cuales lo fueron alejando de las preferencias estéticas neoclásicas y eclécticas que caracterizaron los primeros años de la consolidación de la urbe a principios de siglo.

Parafraseando a Nikolaus Pevsner, estos arquitectos desempeñaron el papel de «pioneros de la arquitectura moderna» en Barranquilla.

En este marco general de tendencias, limitaciones y experiencias, José Manuel Carrerá, venido de Cuba, y formado en Estados Unidos, hará parte importante de ese grupo de arquitectos «con gran responsabilidad ética de su tiempo» que impulsaron el proceso de modernización de la arquitectura en Barranquilla. 


Carrerá aplicó en el edificio García las teorías del Revestimiento con el recubrimiento de los muros curvos y recursos del art decó en el diseño de la puerta principal y las figuras geométricas de los pisos .

Redacción
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Carrerá en Barranquilla

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Domingo, Abril 3, 2016 - 00:00

Contaba el arquitecto Manuel José Carrerá Machado que después de 8 años de estudios casi continuos, él anhelaba poner en práctica todos los conocimientos adquiridos para realizarse como arquitecto, propósito que ya empezaba a ponerlo en duda, cuando se recibe en la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Columbia una solicitud de la firma constructora barranquillera Cornalissen & Salcedo para contratar los servicios de un arquitecto con dominio del español. Solicitud que recae en la persona de Carrerá; además, se trataba de escoger dentro de un grupo muy exclusivo de arquitectos y muy seguramente muy pocos estudiantes extranjeros de habla hispana.

De esta forma llega, tal vez, el primer arquitecto graduado de una universidad formal en Barranquilla, quien desarrollara una larga y fructífera carrera profesional.

El encargo para el cual fue contratado inicialmente Manuel Carrerá era nada menos que la sede de la segunda aerolínea comercial de aviación del mundo, fundada en 1919: la sociedad colombo-alemana de transportes aéreos Scadta, en una esquina del principal espacio público de la ciudad: avenida Cuartel con Paseo Bolívar.

1. La casa que Manuel Carrerá construyó para su segunda esposa, Beatriz Arango Moreno, y sus hijos, Eduardo, Fernando, Diana y Patricia, en la cra. 61 # 68 - 177, en el barrio Bellavista en 1938. Un diseño audaz, lleno de movimiento, líneas curvas, ventanas curvas, óculos, terrazas amplias, luz y aire que iluminan los espacios sociales y las habitaciones.
 
2. El edificio Hanne, localizado en la carrera 45 # 47 -23, contiguo al edificio García, y por el lenguaje arquitectónico empleado por Carrerá, parece continuación de este último: para construir paisajes urbanos,  escalona los volúmenes.
 
3. En la sede de Scadta, cuando utiliza la repetición como un recurso de composición rítmica de formas regulares en el manejo de las ventanas de las fachadas, incorpora principios del ‘international style’, como también al renunciar a toda decoración.
 
4. Guiado por los conceptos del expresionismo alemán, como es visible también en este proyecto, Carrerá le impregnó al Teatro Murillo un cierto énfasis de monumentalidad. 
 
5. El Jardín Águila fue el producto de un concepto de recreación urbana moderna traído de La Habana, donde, a partir de los años veinte, la cervecería Polar y la Tropical construirían salones de baile rodeados de jardines tropicales, a orillas del río Almendares.
 
6. En dos volúmenes idénticos sobre la calle 75 y la cra. 54 se expande la Casa Kovalsksi.
 

7. La casa de Antonio Viñas López fue una de las primeras realizadas por Carrerá, data de 1938, según registro aerofotográfico de Scadta. Fue construida para el alemán Otto Mangels, y luego adquirida por Juan Carlos Viñas. Hoy se encuentra habitada por sus herederos.
 
 
"Las casas de Barranquilla –aquella mañana de agosto– me parecieron como hechas de cartón, incapaces de resistir un huracán, ni siquiera un modesto ciclón de Cuba; me explicaron que esta zona del Caribe no quedaba en la ruta de esos fenómenos atmosféricos. En seguida me gustó el color de la tierra con la belleza moderna de sus mujeres, en contraste con el verde de sus matarratones”. (Carrerá, 1980)
 

 

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Una nueva sintaxis arquitectónica

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Domingo, Abril 3, 2016 - 00:01

El arquitecto cubano Manuel José Carrerá Machado proviene de una familia que se estableció en Cuba en la primera mitad del siglo XIX, procedente de la Ciudad de Santa Ana de Coro, en Venezuela. Algunos de sus antepasados más directos estuvieron vinculados al mundo de la construcción, y él y sus tres hermanos fueron todos arquitectos.

Su bisabuelo, Rafael Carrerá Heredia, fue ingeniero de la Universidad Central de Madrid y director general de los Ferrocarriles de Cárdenas a Júcaro, en Cuba.

El personaje central del libro Carrerá. La vanguardia  modernista en el Caribe (1909-1981), nació en La Habana el 9 de septiembre de 1909 y fue el mayor de cuatro hermanos. Es hijo de Raúl Carrerá Delgado y Edelmira Machado. El matrimonio tuvo cuatro hijos: Manuel José (arquitecto); Rafael (ingeniero), Raúl (arquitecto) y Gastón (ingeniero).

Carrerá provenía de familias de alto rango económico, político y social. Hizo sus estudios de secundaria entre 1920-1927 en el colegio de Belén, de la influyente comunidad de los jesuitas, el mismo colegio donde años más tarde se graduarían Fidel y Raúl Castro Ruz.

Siguiendo la tradición familiar ligada a la construcción, adelantó estudios universitarios en la Escuela de Ingenieros y Arquitectos, adjunta a la Universidad de La Habana. Viaja a Nueva York a continuar los estudios de arquitectura en la Universidad de Columbia, y se instala en los dormitorios del campus, pasillo de Livingston, en 1931-32 y 1933-34, y John Jay Hall, en 1932-33, Nueva York. Cuando llega, la facultad comenzaba a experimentar un cambio radical en la enseñanza, en razón a que el arquitecto William A. Boring, con el apoyo del profesor y también arquitecto Joseph Hudnut, amplió el plan de estudios a las corrientes modernistas, y se incorporaron estudios en planificación urbana. Este último, en 1936, sería nombrado decano de la Harvard Graduate School of Design, y traería a enseñar a Harvard a los arquitectos modernistas Walter Gropius, alemán, y al húngaro Marcel Breuer –quienes venían exilados de la Alemania nazi–, con lo que los Estados Unidos recibiría un gran impulso para modernizar su arquitectura.

En ese ambiente de cambio y de actitud abierta a los modernismos en arquitectura, Manuel Carrerá asimilaría los nuevos paradigmas de diseño que circulaban por el mundo occidental. Entre los profesores y conferencistas, en la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Columbia estaba el arquitecto Harvey Wiley Corbett (1873-1954), cuya empresa fue una de las tres que diseñaron el Rockefeller Center, en Nueva York.

Esos conceptos llegaban de forma directa a los oídos del joven arquitecto cubano, como también las enseñanza de su profesor de Historia y Teoría de la Arquitectura Talbot Hamlin (1889 - 1956), quien llamaba la atención a sus estudiantes sobre Frank Lloyd Wright, Le Corbusier, y la arquitectura de vanguardia rusa.

Carrerá Machado se halló entonces en el centro del remolino de las ideas de los modernistas, los protorracionalistas y las artes decorativas que se abrían camino, codo a codo, buscando una nueva sintaxis arquitectónica.

Recibió su título de Bachelor of Architecture de la Universidad de Columbia, el 5 de junio de 1934, a la edad de 25 años, con la tesis de grado titulada “El diseño de una estación Meteorológica del Caribe en la Isla del Gran Caimán”.

El maestro Carrerá, como le decían sus alumnos en la universidad y sus colegas, murió en Barranquilla el 6 de noviembre de 1981. 


Colegio Belén, de los jesuitas, en Cuba, donde Carrerá Machado hizo estudios de secundaria entre 1920 y 1927. Años más tarde se graduarían allí Fidel y Raúl Castro.


Vista aérea del Jardín Águila, concebido por Carrerá como un conjunto conformado por el edificio principal con terrazas, fuentes y jardines, que creaban una estampa idealizada del Caribe tropical.

Redacción
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Biografía y educación de Manuel Carrerá Machado
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Huella de Carrerá en Ciénaga

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Domingo, Abril 3, 2016 - 00:00
Vivian Saad y archivo particular

El Hotel Tobiexie

Esta edificación de dos pisos, construida en un predio de esquina de 1.700 m2 del municipio de Ciénaga, Magdalena, tiene la apariencia de un claustro monacal, con sus largos corredores en galerías, sostenidos por vanos en mampostería  terminados en arcos de medio punto que se emplazan alrededor de un patio central, aunque en este caso solo lo bordean por dos de sus lados. Durante 40 años, el hotel fue el centro de la actividad social de la aristocracia cienaguera, y en su patio central se llevaban a cabo la presentación de orquestas internacionales y las fiestas sociales. Hoy es la sede del Instituto Nacional de Formación Técnica Profesional.

Casa de Gabriel González
En esta residencia, localizada sobre la calle 12, en un lote medianero con 16 m de frente, se pueden observar las líneas de diseño de Carrerá que lo identificaban en los años cuarenta: alfajías, volúmenes rectangulares, aleros curvos, óculos, grandes ventanales. Las fachadas están recubiertas en granito gris lavado, lo que ha permitido conservarse en el tiempo.
 
Hospital San Cristóbal
Diseñado con todas las características formales del lenguaje modernista que caracterizaba la arquitectura de Carrerá. Introdujo el principio básico (de aquella época) de separación de pabellones para hombres y mujeres, alienados sobre el eje longitudinal de circulación. En este proyecto del hospital San Cristóbal pareciera que Carrerá se hubiera guiado por los referentes de la fase cubista-geométrica desarrollada en 1904, en el Sanatorio de Prukersdorf, de Viena, por el arquitecto protorracionalista Josef Hoffmann, la que en su momento fue revolucionaria por su clara disposición, así como por la sencillez de su construcción.
 
 

 

Redacción
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Santa Marta, en la ruta Carrerá

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Sábado, Abril 30, 2016 - 00:00

Durante el mandato del presidente Eduardo Santos, fue nombrado José Benito Vives de Andreis gobernador del departamento del Magdalena para el periodo de 1939 a 1942. Ante una recesión económica que presentaban las finanzas del dpto. por el retiro de la United Fruit Company de la zona bananera y la aparición de la sikatoga negra, el presidente Santos recomendó al gobernador implementar una política de desarrollo de corte keynesiano a través de un “plan de fomento” para reactivar la economía, la que debería apoyarse en un programa de inversiones públicas (Ospino, 2014). Dentro de un listado de obras, Carrerá tuvo a cargo un hotel moderno (Hotel Tayrona), hoy sede de la Gobernación del Magdalena, un teatro y una clínica materno-infantil.   

Clínica Materno Infantil Manuela Guardiola (1942)



Carrerá partió nuevamente de la simetría axial como el criterio fundamental de la composición y ordenamiento espacial de la clínica Materno Infantil Manuela Guardiola. Ese era un paradigma persistente en los años cuarenta, una herencia conceptual proveniente del academicismo del siglo XIX. Hoy está siendo transformada para convertirse en una escuela de artes de la Gobernación del Departamento del Magdalena.
 
Hotel Tayrona

El gobernador José Vives, siguiendo el camino que ya habían trazado las vecinas ciudades de Barranquilla (1920) y Cartagena (1941) al construir emblemáticos hoteles como una inversión productiva que promovería sus economías urbanas, decidió en 1942, con recursos públicos, financiar la construcción de un hotel en Santa Marta. Desde el lenguaje expresionista que manejaba, Carrerá hizo un manejo adecuado de los volúmenes ortogonales que planteó, superponiéndolos y escalándolos, y sin abandonar el rigor de la simetría generó balcones, aleros, terrazas y pasillos protegidos con voladizos y celosías con el fin de mejorar el confort de los recintos sociales, adaptando su así arquitectura a las condiciones del lugar, y proporcionándole una identidad tropical y caribeña al hotel. La obra es, desde 1975, la sede de la Gobernación del Departamento.
 
Teatro Santa Marta
El 10 de junio de 1942, el arquitecto Manuel Carrerá firmó el contrato con la Gobernación del Magdalena para diseñar y construir un “teatro moderno” con capacidad para 1.000 espectadores. La capacidad máxima lograda fue para 500 sillas. Carrerá siguió haciendo uso de las curvas para expresar movimiento en los antepechos de la fachada principal y en las circulaciones verticales, generando terrazas y volúmenes curvos de distintas alturas que se escalonan, produciendo una silueta muy singular dentro del paisaje urbano de la avenida Campo Serrano. 
 

 

Redacción
sumario: 
Durante el mandato del presidente Eduardo Santos, fue nombrado José Benito Vives de Andreis gobernador del departamento del Magdalena para el periodo de 1939 a 1942. Ante una recesión económica que presentaban las finanzas del dpto. por el retiro de la Un
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