“La luz irrumpe donde ningún sol brilla, donde no se alza mar alguno, las aguas del corazón impulsan sus mareas.”
Dylan Thomas
Siempre he sentido una doble admiración por Antonio Mora Vélez. Por una parte, por su prodigiosa obra, a la cual hay que acometerla con una mezcla de disciplina sibarítica, espuma marina y roca golpeada, afines con una reflexión profunda que debe ir acompañada de cultura, arte y ciencia, en fin, conocimiento y deleite. Por otra, porque lo evoco siempre en dos textos: en el epígrafe de “El perseguidor”, de Julio Cortázar, que reza: «Sé fiel hasta la muerte…» (Apocalipsis 2:10), pero que termina «…que yo te daré la corona de la vida», en la versión bíblica de Scofield en lengua inglesa y en español en la Reina Valera de 1909. Y en la punzante reflexión de García Márquez: «Porque las obsesiones permanentes prevalecen contra la muerte».
En Antonio Mora Vélez lo anterior se cumple desde el amanecer y no cesa, porque sé que su obra es la sustancia primigenia tanto de su vigilia como de sus sueños. Disciplina, vocación, sacrificio, obsesión, pasión, tenacidad. En fin, amor. Jamás claudicación.
Ha producido una obra simbiótica en poesía, desde los planos de lectura de la ciencia y con un asombroso estilo de depuración, alcanzando, además, alturas más que filosóficas, de misticismo, de espiritualidad. Cuando hay aproximación a ese Dios, a ese Nus, se siente en la obra y el pensamiento de Mora Vélez que no hay intento de definición de Dios sino un sentimiento profundo que es como un temblor ante la posibilidad de lo desconocido. Es casi seguro que en este instante no hay ya análisis de orden intelectual, sino que el conocimiento deviene intuición de una verdad inexplicable, de un sentimiento. Sentimiento, porque no puede llamarse de otra manera. Es temblor, luz al final del abismo; es indescifrable, indelineable, inasible.
EL AMOR EN “GLITZA”
En el cuento “Glitza”, su más famosa obra literaria, hay una búsqueda antropológica del amor y es en ese cuento donde se hacen las revelaciones que después marcarán toda la obra posterior de Mora Vélez. En “Glitza” el hombre busca en la clonación, en el futuro, la perpetuación del ser amado, y aunque un ser repetido idénticamente por manipulación genética no es el mismo a la larga, esa búsqueda de lo perdido hace que el sufrimiento por eso perdido, sublime el dolor de la ausencia en un estremecimiento frente a lo desconocido y lo recordado.
Es curioso, pero en esta obra no hay claras alusiones del amor. Hay casi una firme convicción de silencio, y el discurso se desborda hacia los seres que han empujado la civilización y el crecimiento humano. Es éste, entonces, un amor que deja de ser meramente erótico para sublimarse en un amor antropológico, solidario, filantrópico.
Es el amor por el vencimiento final del thanatos de la especie por un eros universal, de justicia, de luz, de manos compartidas y ciencia ya no aplicada en la búsqueda de acercamientos sino de bienes múltiples para todas las manos y todos los corazones.
Puede deducirse que cuando se habla de “Glitza”, al mismo tiempo que se canta a la esperanza del amor por encima de la muerte, se canta a la muerte vencida, curiosamente vencida, ya que hay un dolor en el fondo que se sabe es la cruda realidad de lo perdido y de lo irrecuperable. «Y la muerte no tendrá dominio», cantaba Dylan Thomas.
“O EL UNIVERSO ES PEQUEÑO...”
Antonio Mora Vélez ha hecho posible con su poesía la, hasta ahora, inlograble simbiosis de la Física moderna, simbiosis que convierte la reconciliación del ser humano con el Universo y la Historia en un ritual de belleza, guiado por el amor universal. En esta poesía el eros universal, hermanante del Cosmos en su flujo hacia el reino del Espíritu, se cumple en el cáliz de la comunión de todos los hombres con todo lo existente en un mismo y solo Universo. Recrea lo que había sido tiranía de lo temporal, de lo histórico (reinos horizontales, decía Albert Camus en “L’homme revolté”) y lo lleva, en principio, en una dialéctica hegeliana exacta —el tránsito de la Materia al Espíritu— hasta el corazón humano que se funde en un mismo corazón cósmico.
Hecho posible, después, en la gestación siempre ascendente donde la Materia ha sido transformada en y transcendida hacia el Espíritu, tal como lo vio Teillard de Chardin en “El Fenómeno Humano”. Única ecuación resolutoria del porqué de la existencia, ideal de la complejidad última de la Materia en un nuevo y único rostro donde existan e imperen por fin la fraternidad, la comprensión y la tolerancia. En suma, el amor a los demás sin distingo ninguno. El amor al prójimo como espejo de uno mismo, deviniendo todos reflejo de Dios. Imágenes del devenir humano que ya no pueden, después de haber sido nombradas en este libro, ser inmovilizadas ni permanecer estáticas.
Su reino vivo es una razón de orden muy mayor: el arte de la palabra, la perfección sustantiva del verbo hecho vida cósmica que fluye hacia un concepto de Dios no teológico sino espiritual, ajeno a inquisiciones y a falsas misericordias. Donde el alma humana con la inmensidad de sus búsquedas, con la hondura de su esperanza, se instala en el mismo corazón de Dios que es, en razón última, el mismo Universo que Él ha creado. Y que animó de sentido y de derecho de existir al dejárselo al Hombre, su más grande y amada creación. Finito, sí, pero capaz de llenar ese Universo infinito con su inmenso anhelo natural: el Amor. Como lo expresa Franz Kafka muriendo de tuberculosis, al escribirle a Milena Jesenká, la mujer amada: «O el Universo es pequeño o nosotros somos gigantescos, pero sea como sea lo llenamos por completo».
“LOS JINETES DEL RECUERDO”
Es cierto que, para muchos lectores de la versión en lengua inglesa, estos poemas parecen haber sido escritos en inglés, pero quizá eso pueda atribuirse a las dos insondables polaridades que navegan silenciosas en lo profundo del universo de este libro: lo cósmico y lo atemporal histórico entrelazados, a la manera de serpientes de luz infinitas que recorren sin descanso desde los albores de los tiempos no sólo la historia del hombre, sino la interminable copulación de la materia y la energía que, por múltiples instantes, se convierte en ojos humanos contemplativos de los cielos o en poderosos sentimientos, en culturas asombrosas que se resisten a morir aún a pesar de las carnes desgarradas y la sentencia de muerte que pesa sobre la especie humana, a pesar de los reincidentes cantos de la esperanza en los oídos y el corazón humanos.
Y es así, porque la lectura de los textos va interpolándose y lo que pretende hablar en un momento de neutrinos y galaxias –oscilando sin pudor y sin temor alguno de microcosmos atómicos a escenarios donde se constriñen las constelaciones– deviene en versos hermosísimos por su textura de ternura con el balbuceo del alma ante la inmensidad del abismo, ante lo insondable de la muerte, ya no contada por planetas y estrellas sino por la nostalgia de una hoja que cae temblorosa sobre las arenas de la playa del fin del mundo.
La obra de Antonio Mora Vélez para mi sentir –y aún a pesar de lo ya prolífica– está llegando a un punto de asombrosa simbiosis de la vasta cultura del autor (hilada siempre por el devenir de la Historia) con la liberación de una profunda sensibilidad que quizá no había logrado antes su total despliegue de poderosas alas por los corsés de la llamada modernidad, la cual se disfraza muchas veces de esquemas filosóficos o científicos, vergonzantes de las formas que puede escoger a voluntad la verdadera poesía, la cual no tiene necesidad alguna de omitirlas.
Es por esto que aquí, en las páginas de este collage histórico y atemporal simultáneo que es finalmente esta bella obra, siempre queda oscilando todo el devenir de las historia humana, pero además percibo una tristeza antropológica – ¿Acaso paraísos perdidos y aún no recuperados de una saudade verdadera? ¿Dolor de ser hombre? ¿Dolor de estar vivo y percibir la negación de la existencia? ¿Dolor de la imposibilidad del amor?
Me sobrevienen aleteos de una sorda letanía cortazariana –«Amor mío te quiero porque estás del otro lado, porque me invitás a dar el salto y no puedo darlo, porque en lo más profundo de la posesión no estás en mí…»– a través de esta poesía, al igual que, por momentos, puedo percibir el gélido horror de los parias del Universo en esos pavorosos confines kafkianos ya familiares a los que no sólo hemos entregado la vida a la lectura y a la creación, sino simultánea y vertiginosamente a destruirla sistemáticamente buscando sus esquivas y huidizas razones.
Borges, al hablar del cuento de Hawthorne llamado “Wakefield”, dice que, después de veinte años escondido al frente de su casa vigilando a su mujer, Wakefield, en medio de la nieve y la soledad de una Navidad de vacío y congoja, atraviesa, ve por la ventana a la mujer llorando frente al vetusto árbol de Navidad y entra. Borges dice que Wakefield entra porque este cuento fue escrito por Hawthorne en el siglo XIX, pero que si hubiese sido escrito por Kafka, nuestro héroe (¿o antihéroe?) Wakefield, jamás hubiese entrado convirtiéndose, así, en un paria del Universo.
Esto es lo que sentí desde cuando leí los primeros manuscritos de “Los jinetes del recuerdo” en esa noche de pavorosa tormenta en el Caribe, esa soledad cósmica donde los espectros respiraban por entre los andrajos. Y sentí piedad y al mismo tiempo una secreta admiración en el vencimiento de la muerte por los que “En las noches estrelladas / salen de sus cuevas a buscar el aire / y el agua de los cactus, / y a verse las arrugas de sus rostros / con la claridad de la luna.”
Antonio Mora Vélez fue declarado en Córdoba uno de los personajes del Siglo XX por su contribución a la literatura (1999).
Antonio Mora Vélez
Nació en Barranquilla (1942). Se crió en Cartagena y echó raíces en Montería. Poeta, cuentista, novelista y ensayista. Ha escrito los libros de cuentos ‘Glitza’, ‘El juicio de los dioses’, ‘Lorna es una mujer’, ‘Helados cibernéticos’, ‘La gordita del Tropicana’, ‘La duda de un ángel’, ‘Atlán y Erva’ y ‘Lina es el nombre del azar’; los poemarios ‘El fuego de los dioses’, ‘Los caminantes del cielo’ y ‘Los jinetes del recuerdo’; las novelas ‘Los nuevos iniciados’ (2008, segunda edición 2014) y ‘A la hora de las golondrinas’ y ‘Viaje al universo vecino’ (2016) y los libros de ensayos y artículos: ‘Ciencia-Ficción: el humanismo de hoy’ y ‘La estrategia de la solidaridad’. Es considerado uno de los precursores y un clásico de la ciencia-ficción colombiana.
*Escritor, poeta, traductor colombiano.