Uno es. Encontré la fotografía metida entre las páginas de una vieja revista de modas. En efecto somos nosotros quienes aparecemos en ella. La de la mitad es Sandy. La muy maldita tuvo el coraje (descaro) de salir sonriendo.
¿Cómo olvidarme de ella? El de la camiseta negra y tatuajes es WC Boy. Ahí está pintado, a pesar de mirar fijo a la cámara es como si no estuviera allí, como si nada de aquello hubiera tenido que ver con él. Parece decir: ¿y ahora qué? El de barba y camiseta estampada con el rostro evocador de Mia Zapata soy yo. El flash me tomó por casualidad mirando hacia el suelo, así que no se confundan, soy de los que no despegan los ojos del cielo esperando que un avión se venga en picada o un meteoro descienda y acabe de una vez por todas con esta mierda.
Crecimos en una ciudad miserable. Un solar ubicado a la orilla de un río que en épocas de invierno arrastraba muertos y peces gordos que terminaban en los mercados y luego en nuestros platos. Aquella ciudad es y será siempre un infierno. Su insufrible clima era atizado por un sol perpetuo que en verano la convertía en una espantosa caldera donde todo se achicharraba, y el breve invierno era una serie de soporíferos y melancólicos aguaceros que arrasaban con toda la miseria que cabe en un lugar como este.
Pero había otra cosa que ardía como el petróleo. Algo que incendiaba nuestras vidas. Un elemento inflamable que se sumaba al miedo, la frustración y el abandono que nos embargaban por aquellos años. Esa cosa era el amor.
Vivíamos enamorados todo el tiempo. El amor fue nuestro combustible. Era sólo cuestión de encender su mecha con un trago, un pase de perico, unas ganas inmensas de bailar o de oír una canción para que esta ciudad ardiera más de lo acostumbrado.
Por ejemplo, WC Boy, ese, vivía enamorado de su motocicleta, un engranaje de hierros que él alimentaba con gasolina de cuarta y kilómetros y kilómetros de carretera. ¿O qué tal Sandy? La egoísta de Sandy, que no podía amar a nadie que fuera ella. O yo. Lo único que puedo decir es que en efectos somos nosotros los de la foto.
Perla encontrada en una lata de atún. Mi teoría es la siguiente: en un día que no había mucho que comer, así como el de hoy para nosotros, un marlín con su larga espada escarbó en el suelo marino. Allí encontró una enorme ostra, le metió dos severos aguijonazos, sacándola de la concha y tragándosela con todo y perla. Luego, todo sigue su curso: un buque pesquero pilla al marlín en sus redes, lo mandan a una de esas plantas procesadoras de la Vía 40 y lo vuelven atún revuelto con cartón como hacen en esos sitios. Después lo empacan, y en una de las laticas se vino esta preciosura que hemos encontrado. A propósito, WC Boy, he oído que en esas plantas siempre están buscando gente para empacar atún. Tú, que siempre andas sin plata, deberías ir. Ahora lo único que hay que decidir es quien se queda con la perla –dijo Sandy.
–Querida, un marlín no es atún. Pero sí fue el pez que le dio lata a Hemingway en lo de El viejo y el mar. Un dato curioso: los marlines comen atunes y los atunes a otros de su misma especie. Otro dato: alguna vez le oí a mi madre que las perlas trían desgracias –dije.
–A mí me vale verga esa perla, te la puedes poner en el coño si te da la gana. Más bien creo que eso debe ser la pepa de algún arete barato que se le cayó a una de esas pobres operarias que exprimen en esas fábricas de mierda. Un dato también curioso: hace años tuve una novia que se llamaba Perla, era tan negra como tu alma, Sandy, y el coño le olía a atún –comentó WC Boy.
–Podría mandar a incrustarla en una sortija –soltó Sandy, ignorando lo dicho por WC Boy.
–Buena idea, no creo que nunca nadie en tu vida te dé algo como eso. ¡Hey! Este atún sabe a cartón mojado –dijo WC Boy.
–Esta mano –intervino Sandy meneando los cinco dedos– la pedirán un día con todas las de la ley, ¿cierto, Greg?
–…
–¿Qué te pasa, estás pálido?
–Tranquila, ya regreso, voy al baño a vomitar, debe ser el atún que me cayó mal –respondí.
–¡Esta maldita lata está vencida! ¿Nos quieres matar? –gritó WC Boy tirando la lata a la basura.
–Ya que no los mató a ustedes esperemos
que esa legión de ratones que hay en
esta casa se dé un buen banquete y
queden fritos –finalizó Sandy sin quitar
sus ojos de la supuesta perla.
“El humor puede ser el salvavidas de la literatura”
P Cuéntanos un poco del proceso de creación que te condujo a esta novela.
R De Locas de felicidad a esta novela trascurrieron 7 años. Entretanto escribí un nuevo libro de poemas, uno de relatos, y antropología Queer. A la casa del chico espantapájaros la escribí en un momento muy frágil de mi vida.
Terminaba una relación amorosa y sobreviví a dos tremendos quebrantos de salud. De ahí surge una parte, pero el texto no está permeado por nada de estas cosas. La idea original proviene de un escrito llamado Viaje en motocicleta al centro de la noche. Allí estaban ya trazados Greg, Sandy y Wc Boy, los personajes. Tres almas emparentadas por el abandono que comparten sus miserias y su amor sin ninguna reserva en medio de una realidad que no les ofrece mucho.
P A la caza del chico espantapájaros tiene una estructura narrativa en la que abundan los mini episodios, es casi una novela para armar… ¿Por qué?
R Quizá tenga que ver con mi afición de niño al rompecabezas, al cubo Rubik, o las historias breves. Pensé en una novela corta, que atrajera a los lectores. Es una obra de lectura en apariencia rápida pero no facilista. Si el lector es atento, encontrará a lo largo de ella símbolos particulares. Creo que puede ser un “modelo de historias para armar, pero nunca para desarmar”.
P En tu obra apelas al humor, un rasgo costeño que en ocasiones parece alejado de la literatura local actual.
R Quien carezca de humor está relegado a dos cosas: el olvido y el aburrimiento. Por eso leo y releo a Ramón Bacca, por ejemplo, y en su humor me regocijo. Es el escritor más joven de toda una generación
P Se te compara con Andrés Caicedo en la cintilla promocional de tu libro. ¿Estrategia editorial? ¿Cuáles son los referentes de este, tu debut novelístico?
R Yo he leído muy poco a Caicedo. Me tomó por sorpresa lo de la cintilla, ya que tenía conocimiento del comentario de contraportada del escritor Andrés Felipe Solano. Ese tipo de comentarios me causan gracia porque pareciera que todo el mundo se toma en serio ser escritor. Creo que hay muchas referencias, desde Celestino antes del alba, del escritor cubano Reinaldo Arenas, pasando por los fetiches de la cultura popular (cuadros, series de tv), el cine, la música de mediados de los noventa,
la poesía.
P Tus comienzos se dieron precisamente en las revistas culturales de EL HERALDO. ¿Qué crees que representa para los creadores costeños contar con una publicación cultural periódica como esta?
R Significa mucho, es algo invaluable lo que Revista Dominical hizo durante tantos años por los creadores del Caribe. El legado de Latitud, ideada por Ernesto McCausland es un chance para todos quienes transitamos el camino del arte. Sobre todo en nuestra región, en donde hay muchos talentos por descubrirse. En la costa está la tinta que escribirá lo que se avecina en el panorama artístico nacional.