Domingo, Septiembre 18, 2016 - 00:00
Si la hamburguesa es la piedra angular de todo buen desayuno estadounidense, como lo dice Jules Winnfield en Pulp Fiction, antes de darle una mordida a una Big Kahuna, los fritos lo son entonces de la gastronomía popular costeña. No tanto porque los comamos todos los días, como le ocurre a los paisas con la arepa antioqueña, sino por el número en el que pueden encontrarse en nuestras localidades las mesas que los comercializan, y porque es la primera opción que se nos viene al pensamiento cuando se trata de buscar una cena o desayuno rápido que esté al alcance del bolsillo de cualquiera.
He viajado por todos los departamentos del Caribe colombiano y no he conocido ciudad, municipio o corregimiento, que no tenga sus mesas de fritanga. Los horarios de funcionamiento, por lo general, suelen ser los mismos en todos lados: unas ponen al fuego los calderos llenos de aceite al despuntar el día y recogen sus bártulos promediando las nueve de la mañana, y otras salen al ruedo al final de la tarde, cuando el sol le concede una tregua a los andenes solitarios. Pero también están las fritangas de tiempo completo, esas que parecieran funcionar de día y de noche en las cercanías de las clínicas, inmediaciones de las terminales de autobuses, o pasos obligatorios de transporte interdepartamental, como las consabidas mesas de Luruaco. Pues si usted está viajando en bus o carro propio por cualquier carretera del Caribe y quiere entretener el estómago mientras llega la hora de aparcar en un restaurante, su mejor alternativa será, precisamente, un frito.
En los pueblos siempre hay una mesa de fritos cerca de la plaza principal, por cuyos alrededores pasean los lugareños los fines de semana. Así que no tiene nada de raro encontrar parejas de novios cruzando las empanadas en un mordisco amoroso, como quien bebe un sorbo de champaña en la copa de su pareja. Ni que gavillas de adolescentes recorran largas distancias a pie solamente para regodearse con la sazón de algún reputado fritanguero local. Yo mismo solía emprender largas caminatas con mis primos en Magangué solamente para probar los fritos que vendían frente al parque Las Américas. O encontraba caravanas de motos en esa especie de McDonald’s criollo que era la casa de Joaco el fritanguero, ubicada a dos cuadras de la calle en que vivía mi abuela.
El frito —por qué dudarlo— es amo y señor de toda celebración festiva del Caribe. Que corraleja en tal lugar: allá están las mesas en cuestión. Que van quemar un castillo para celebrar las fiestas de la Virgen del Carmen, miras a algún lado y allí mismo ves las dos manos dándole forma a la masa en un recipiente de plástico, mientras dos manos más le extienden una servilleta o pedazo de papel marrón al comensal hambriento. En los barrios populares de nuestras ciudades pasa lo mismo, pues una mesa de fritos es una tentación a la que no todo el mundo está en condición de rehusarse. Allí va a parar el universitario, la pareja de esposos, la madre con su niña, el conductor de carromula, y, como quien no quiere la cosa, el instructor de aeróbicos después de su habitual sesión en el gimnasio. Fiel compañero del colesterol y los triglicéridos, el frito también es causa de ataques de remordimiento entre aquellos que rompieron su dieta por no resistirse a sus atributos.
Pero estoy dando por hecho que todo el mundo me entiende cuando hablo de fritos y acaso no sea así. Aclaro: no estoy pensando en buñuelos, deditos, o empanadas de harina refinada, a pesar de que pasan por un proceso similar de elaboración que bien les merecería el mismo apelativo. Tampoco me refiero a esa mezcla de chunchullo, morcilla, longaniza, chicharrón, papa criolla y plátano amarillo, que sirven en el interior con el nombre de fritanga, como bien lo aclarara mi amigo Pacho Manrique en una conversación que sostuvimos.
Cuando en la costa sustantivamos el adjetivo “frito”, queriendo dar a entender, acaso, que ha dejado de ser una simple cualidad del producto, para convertirse en el sujeto de nuestras preferencias culinarias, hablamos de carimañolas, empanadas, papas rellenas, buñuelitos de maíz biche (exquisitos cuando se digieren con queso de chivo), arepitas dulces con pizcas de anís, la arepa de huevo y, ¡mmm!, los patacones de plátano o guineo verde, unidos por una capa de harina de trigo y rellenos de pollo o carne molida, o acompañados con torrejas de salchichón cervecero, queso blando o apetitosa trenza de chinchurria.
Ahora bien, hablar de los fritos y no mencionar las chichas y las salsas, es como hablar del agua de panela y no hacerle un solo guiño a la tapa de limón, su amiga de las mil y una batallas. Pues lo primero que hace un comensal al recibir su frito es deslizar la mirada por la mesa y preguntarle al vendedor en qué lugar exacto puede encontrar las salsas. Una respuesta negativa sería inadmisible y sellaría, sin falta, el fracaso comercial del fritanguero.
Me acuerdo en este punto de un chiste que escuché hace años. Se trataba de un hombre que todos los días compraba una sola carimañola y arrasaba con el frasco de picante. El resto de clientes, al encontrar el recipiente vacío, se iba a comprarle fritos a la competencia de la dueña de la fritanga. La mujer, temiendo que el tipo la llevara a la quiebra, elaboró un picante con los ajíes más bravos del mercado. Tanta era su potencia que cuando la hija de la señora se echó una gota en el envés de la mano, para probar cómo había quedado, tuvieron que llevarla al hospital con quemaduras de tercer grado. Por la noche, llegó el hombre a la fritanga como todos los días. Pidió la carimañola, la abrió por la mitad, le echó una cucharada grande de picante, le dio un mordisco, y cuando la mujer se frotaba las manos para congratularse por el éxito de su inventiva, el hombre volvió a echar una segunda cucharada a su frito diciendo: “Nojoda: por fin un picante que vale la pena”.
Parece una historia simple, pensada exclusivamente para sacarle una carcajada a todo aquel que entienda la importancia del picante en toda mesa de fritos, pero no. El chiste no sólo ilustra la tendencia del caribeño a la exageración y a la risa fácil, sino también el modo en el que la gastronomía popular se aleja de la formalidad y la mesura de los grandes salones. En ese sentido, he llegado a pensar que lo que uno come se parece a lo que uno es, porque el sabor que le ponemos a nuestra forma de bailar y el picante de nuestras miradas y frases de doble sentido, son los mismos que exigimos en las mesas de fritos.
Con todo, el acompañante de rigor del frito es el suero. Los fritangueros más tradicionalistas lo ofrecen en un tarro sellado con un huequito en la tapa para que no se lo acaben en un dos por tres, como el tipo de la carimañola, en las modalidades de suero con picante y suero solo, sin ningún tipo de aditamentos. Aunque también están los que lo ofrecen con cilantro picado o pedacitos de cebolla en una especie de mortero sin tapa. En Bogotá, en cambio, donde suelen venderse más las empanadas rellenas de arroz con sabor a comino, ofrecen solamente el llamado ají, un acompañante de cilantro, tomate y cebolla picada remojada en vinagre. Sin embargo, me comenta mi primo Nandito, quien luce sus espinillas fritangueras como si se trataran de auténticas cicatrices de guerra, también hay ventas de fritos costeños al interior de los centros comerciales, en los que puede verse a nuestros paisanos buscando en una mordida, como Proust con su magdalena, los palos de mango de la infancia extraviada.
En Barranquilla se ha diversificado el número de salsas, y al frasco de suero de siempre, que por nada del mundo puede faltar en la mesa, han venido a sumarse el guacamole, la salsa de tomate, la tártara y la rosada, picantes con diversos grados de intensidad, la mermelada de piña y la mezcla de una cosa con la otra. La santa trinidad de todo fritanguero viene a completarla el agua de maíz y las chichas de arroz y de corozo, si bien algunos prefieren pasar el frito con una gaseosa o jugo de frutas, en los que el zapote y el níspero llevan siempre las de ganar. Las chichas las envasan en botellas de gaseosa o en frascos de Gatorade, y las sellan de un modo tal que parecieran recién salidas de una fábrica. Lo malo de este sistema es que no te dan el famoso repechaje, como sí ocurre con el otro mecanismo.
No digo nada nuevo si menciono el rol social que cumple la comida en toda cultura. Pues no solamente es vista como un producto que aporta energía al organismo, sino también como un elemento en torno al cual se construyen distintos tipos de relaciones. Compartir el pan y la sal con un árabe, por ejemplo, significaba quedar bajo su protección en caso de que alguien quisiera agredirnos. El chocolate, para los aztecas, era la encarnación misma de Quetzacoatl, y beberlo equivalía, en el ámbito católico, a recibir la ostia de manos del cura. El frito, en particular, es el más democrático de nuestros alimentos, un llamado al ágora al cual todos concurrimos sin distinción de estatus.
Los puestos de fritanga, entonces, son como la luna del poema de Emily Dickinson: se han invisibilizado a fuerza de tanto verse, pero el día en que desaparecieran de nuestra vista nos costaría encontrar el camino a casa. Hurras, pues, al bollo limpio con huevo revuelto y al pan dulce con café con leche; hurras al arroz de payaso con macarrones y salchichón cervecero que a tantos mototaxistas famélicos ha desvarado; larga vida al pastel de arroz envuelto en hojas de bijao y al rosario de butifarras con bollo de yuca. Loas a la yuca tierna bañada por una capa de suero atolla buey. Pero no dejan de ser vasallos de su majestad el frito. Por eso, como diría Neruda, si hubiera sido costeño, “quítenme el pan, el boli, los chuzos de la esquina, pero nunca los fritos, porque me moriría”.
Alfredo Baldovino Barrios
sumario:
“Hablar de los fritos y no mencionar las chichas y las salsas, es como hablar del agua de panela y no hacerle un solo guiño a la tapa de limón, su amiga de las mil y una batallas”.
No