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El espejo roto del lenguaje

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Domingo, Octubre 16, 2016 - 00:06
Foisvos Leon
Cuando era niño, me obsesionaba que pocos objetos pudieran seguir llamándose igual después de deshacerse en pedazos. Por ejemplo, los espejos. Si un espejo se hace trizas, los pedazos pueden seguir siendo “superficies de cristal azogado por donde se reflejan los objetos”, como reza el diccionario. Pero, en cambio, si un frasco o una bombilla se rompen, los pedazos definitivamente no pueden seguir llamándose frascos o bombillas, respectivamente. Le pregunté a mi madre qué otra cosa podía tener esa cualidad y me respondió enseguida: el habla, «que es precisamente el espejo con que perfilamos o reconstruimos todos los objetos». 
A la hora de transmitir las imágenes de ellos, el ser humano no puede hacerlo de golpe como lo hace la misma realidad, de modo que no tiene más opción que convertirla en unidades fonéticas y significativas que el interlocutor pueda volver a armar en su mente. El lenguaje trabaja a partir de esas secuencias de signos articulados. La lengua es su sistema general, mientras que el habla es su aplicación cotidiana e individualizada, su encarnación y socialización. “Solo el habla real da realidad a la lengua”, decía el padre de la lingüística moderna, el suizo Ferdinand de Saussure, y señalaba que la lengua es el dominio de las articulaciones, mientras que el habla conserva cierta apariencia o ilusión de continuidad. Roland Barthes sintetizaba el mecanismo del lenguaje así: “El sentido es articulación”, pues solo lo que está articulado y lo que puede desarticularse tiene poder de comunicación.
En un texto o en un relato todo está interrelacionado, no hay datos sueltos que simplemente estén en fila. Para que tengan sentido deben tener una relación causal y coherente, y no solo responder a una ordenación serial o sucesiva. Incluso en los casos poéticos que se salen de la regla, las combinaciones insólitas de elementos aparentemente distintos responden a una intención de ensamblaje profundo, a una exploración honda de la realidad y de su fondo continuo. Pero aquello que definitivamente permanece gratuito o inconexo dentro del mensaje simplemente queda por fuera de él. Un elemento discordante produce inmediatamente ruido en el lector, al no tener una función sinfónica o armónica dentro del conjunto. Ese ruido es una unidad perdida, no está unida a ningún hilo expresivo. 
Aunque todo texto o discurso avanza sobre esos hilos, no es exacto decir que ellos prosperan en el tiempo; conlleva un tiempo pronunciarlos o leerlos, es cierto, pero esa duración no es la misma que la de la realidad expresada; no es el mismo tiempo real que les da movimiento a los objetos. En realidad, el ritmo que el emisor quiere expresar o recrear en su mensaje siempre es una construcción ficticia y gramatical. La gramática y la lógica reemplazan la dimensión temporal, de ahí que una alocución o un texto siempre anden en búsqueda de sentido, entrelazando ideas y niveles de significado, solo así puede darles impresión de progreso, de movimiento. En la lengua, el tiempo no existe más que bajo la forma de sistema. “La ilusión es producida por el discurso mismo”, decía Barthes. “La realidad de una secuencia no está en la sucesión natural de las acciones que la componen sino en la lógica que en ella se expone”. A la larga, una novela no es una visión sino un macrosentido, un orden superior de relación que se activa en la imaginación del lector y la pone en movimiento. 
Gabriel García Márquez lo sabía o lo intuía perfectamente al escribir Crónica de una muerte anunciada. El diseño de esta obra está montado totalmente sobre ese requisito secuencial del lenguaje: es una novela policial y de suspenso, pero la consumación del crimen sucede en la primera línea y a plena luz del día, de modo que todo lo demás está cuidadosamente atado a esa carta sobre la mesa. La historia se va engranando como un rito implacable para sostener la primera línea del relato, el evento principal. Sin embargo, aun cuando sabemos desde un comienzo lo que va a pasar, nunca decae la atención del lector, porque lo que en realidad sucede no es la historia sino el milagro minucioso del lenguaje.
Por eso Barthes señalaba que el valor de mensaje es más importante que toda su trama significativa, pues comprende también el entorno y no solo la unión entre el significado y el significante. Leer o escuchar un relato, decía Barthes, no es solamente pasar de una palabra a otra, de una frase a otra, sino también pasar de un nivel a otro. Es lo que hace cualquier receptor instintivamente cuando escucha que un anciano murió seis meses después de hacerlo su esposa: busca en esa sucesión cronológica no solo una secuencia sino una consecuencia: el viejo murió de tristeza, supone. Busca intuitivamente otros niveles de lectura y no solo la plana de los hechos contados. 
Frente a esa conjunta horizontalidad y verticalidad del lenguaje, Michel Foucault era el mayor defensor de que la lengua no se desplegaba en una dimensión temporal sino espacial. El cuento “El aleph”, de Borges, es una recreación magistral de esta idea: por un lado muestra los límites secuenciales y espaciales de la lengua a la hora de representar un mundo continuo, y por otra insinúa cómo la verticalidad y la intensidad de la poesía puede aventurar formas de aproximación o nivelación a ese mundo real. La obra es el espacio del espejo, decía Foucault. “No hay un ser de la literatura, hay sencillamente un simulacro que es todo el ser de la literatura”. 
En esa distancia que se crea entre la obra y la vida real es justamente donde se despliegan sus niveles, sus dimensiones de sentido, igual que lo hace una palabra o un término sutil cuando no encaja exactamente con un objeto, pero a partir de esos intersticios que deja libres, de esa aparente ambigüedad o imperfección, proporciona un fecundo espesor conceptual. En ese pliegue o retazo fue donde nació y donde se desarrolla la literatura. Hasta el punto en que hoy, de forma más evidente que nunca, los escritores buscan ahondar más en esa distancia, en ese espesor, incorporando a la narración el ensayo, la crítica, el autodistanciamiento, la ironía, la sospecha. La escritura es un espejo doble: de la lengua y después de la realidad; es un habla que se distancia doblemente de sí misma y encuentra en esas capas espaciales (las únicas con las que puede jugar) la palanca de su expresión, su sentido exponencial. 
El lenguaje es espacial porque, al igual que el espacio físico, posee una extensión y una predisposición para ordenar las cosas en él. “Sosteniendo el equívoco entre temporalidad y causalidad el verbo presupone un desarrollo”, decía Barthes. La habitación del lenguaje se vuelve así un vagón de tren: “Por ello el verbo es el instrumento ideal de todas las construcciones de universos; es el tiempo ficticio de las cosmogonías, de los mitos, de las historias y de las novelas. Supone un mundo construido, elaborado, separado, reducido a líneas significativas y no un mundo arrojado, desplegado, ofrecido”. Uno cuenta solo con un espacio (la hoja en blanco, el aire de los pulmones, la fisionomía de su idioma) y la herramienta de la lengua, sus signos y su gramática; lo demás se lo inventa como una especie de simulacro causal, ya sea por medio de lazos explícitos o implícitos. “La novela es una muerte; transforma la vida en destino, el recuerdo en un acto útil y la duración en un tiempo dirigido y significativo”, puntualizaba Barthes. 
Todo discurso y todo texto deben partir de un punto y terminar en otro que es su doble, su reflejo ampliado, su síntesis. El lingüista norteamericano Noam Chomsky se maravillaba de la capacidad del hombre de crear y entender nuevas combinaciones de palabras, de su capacidad de crear nuevos espacios sintácticos para las ideas, nuevas configuraciones. Ese recurrente salto creativo, que construye edificios léxicos para darles cobijo a nuevas ideas y a nuevos mundos, es lo que no deja anquilosar al lenguaje, lo que le da el carácter de un organismo vivo, la frescura de un brócoli y la belleza de una esponja marina. Todo narrador asume por eso un habla distintiva, un estilo; no se resigna a recorrer el museo de las palabras sino que sale a la calle a cazarlas, a domar los giros lingüísticos de su entorno, de su tradición y su historia, de sus influencias literarias, y a apropiárselos por medio de nuevos ordenamientos y matices. 
Don Quijote no tiene éxito cuando sale de su biblioteca a imponer las convicciones de su imaginación y los códigos de sus libros de caballerías, pero acaba realizando una hazaña más épica que la de los caballeros: no cambia el mundo para ajustarlo a sus expectativas ficcionales, pero acaba ajustando los signos externos a sus propios códigos, que es donde reside el verdadero poder de la palabra y su poesía innata: los molinos se convierten en gigantes, los rebaños en ejércitos, las sirvientas en damas, las posadas en castillos, la bacía de un barbero en el yelmo de oro puro de Mambrino. El signo errante del lenguaje termina transformando la única realidad posible: la percepción de ella por parte del sujeto. “La verdad de don Quijote no está en la relación de las palabras con el mundo, sino en esta tenue y constante relación que las marcas verbales tejen entre ellas mismas”, afirma Foucault.
Es curioso que el sentido requiera articulación y que al mismo tiempo el sentido último del lenguaje sea capturar el sistema continuo y unitario del mundo real, ese trasfondo que no está articulado aún por la mente ni por la lengua, sino que acaece independiente de la mirada y de la boca del hombre. El poeta tiene muy presente esa aspiración ideal y paradójica del lenguaje. Por debajo de la heterogeneidad de los signos y de la superficie en movimiento que nombran, busca las semejanzas y las conexiones esenciales. “Andamos perdidos entre las cosas –decía Octavio Paz–, nuestros pensamientos son circulares y percibimos apenas algo que emerge sin nombre todavía”. Ese murmullo incomprensible que silba entre las aristas de las palabras es el verdadero mensaje que queremos comunicar. Esos destellos que alumbran como faros rotos entre las oraciones son los pedazos del espejo que se quieren reconstruir: cristales que nos devuelven una imagen incompleta de nosotros mismos pero que nos lanzan a buscar nuevos pedazos. 
Paul Brito
sumario: 
A propósito del primer centenario de la publicación del célebre ‘Curso de lingüística general’, de Ferdinand de Saussure, el siguiente ensayo explora los alcances de la lengua y su relación con la literatura.
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