Domingo, Octubre 23, 2016 - 00:02
¿Se ha sentido usted alguna vez desilusionado con la democracia?
El siguiente diálogo entre Bertrand Richard y el sociólogo francés Gilles Lipovetsky, publicado en 2008 en el libro ‘La sociedad de la decepción’, nos da luces de fenómenos como la pérdida de confianza en la política, el escepticismo y el abstencionismo electoral.
P: ¿Se ha salvado la esfera política o también ha entrado en la espiral de la decepción?
R: Nuestra época acusa una fuerte corriente de desconfianza, de escepticismo, de falta de credibilidad de los dirigentes políticos: tres de cada cuatro franceses afirma desconfiar de los políticos. Veinte años después, crece en todo el país la pérdida de confianza en la clase política. Incapaz de cumplir sus promesas y de aportar soluciones a los problemas del paro, la inseguridad, la inmigración, el poder político se considera ineficaz, burocrático, aislado de las verdaderas preocupaciones de los ciudadanos. Este recelo hacia los responsables políticos se agrava por la convicción de que sus actos sirven básicamente a sus propios intereses, a su reelección, a la obsesión por los sondeos de popularidad. Son muchos los aspectos que nutren un desencanto político que no solo aumenta, sino que se expresa más abiertamente que en el pasado, porque está decreciendo la influencia de los partidos sobre el electorado y la influencia de las creencias e identidades políticas de menor cohesión. Impulsados por esta desconfianza y esta decepción, los votos de castigo se multiplican: los electores quieren castigar a las clases pudientes y a los partidos gubernamentales considerados “incapaces”, cínicos, aferrados a sus privilegios, sin valentía política.
P: El abstencionismo progresa al mismo tiempo que el voto de castigo. ¿Qué ha sido entonces de la ciudadanía hipermoderna?
R: El abstencionismo viene un aumentando desde los años ochenta: se ha instalado como un fenómeno duradero de la vida política. Una minoría no vota nunca o casi nunca, mientras que cada vez hay más electores que votan intermitentemente, en función de los escrutinios y de lo que esté en juego. Hay que ver ahí un rasgo del neoindividualismo, que no coincide tanto con una despolitización absoluta como con una desregulación de los comportamientos electorales. Aparece un ciudadano de nuevo cuño que vota con creciente irregularidad, que participa y se moviliza cuando le apetece. El voto ‘a la carta’: el espíritu consumista se ha inmiscuido hasta en las prácticas cívicas. La negativa a votar refleja a veces descontento, decepción, desconfianza en relación con los candidatos o con el juego político. Podría expresar también falta de interés o la sensación de impotencia. Sea lo que fuere, los elevados índices de abstención contribuyen a la crisis de la representatividad democrática en la que estamos sumergidos
P: ¿Cómo caracterizar el reformateo de la relación con la política?
R: El general De Gaulle decía que «la política que no permite soñar está condenada». ¿Dónde está la inspiración en las ambiciones políticas? En relación con la modernidad, lo que más ha cambiado es que ya no tenemos grandes sistemas portadores de esperanza colectiva, de utopías capaces de hacer soñar, de grandes objetivos que permitan creer en un mundo mejor. La idea de progreso ha retrocedido en beneficio del abordaje social del paro, la reducción de la deuda pública, la modernización del Estado, las medidas para reforzar la competitividad de las economías. Los grandes inspirados han sido reemplazados por políticos que deben enfrentarse en medida creciente a los problemas inevitables del presente, gobernantes que ya solo prometen un mal menor y cuyo objetivo esencial es la modernización de la sociedad, la gestión de la crisis, la adaptación forzosa del país a la mundialización. La imagen que da a la esfera política de manera creciente es la de un poder impotente para planificar el futuro, un poder ‘tecnocrático’ cuyas medidas reformistas son en realidad menos elegidas que impuestas por las vueltas y obstáculos del discurso histórico. En este contexto, los ciudadanos están cada vez más desilusionados.
En el escenario de una sociedad enferma de paro y desorientada por la desaparición de los proyectos políticos organizativos, crecen el escepticismo, el alejamiento de los ciudadanos de la cosa pública, la caída de las militancias activas. Son muchos los ciudadanos que se sienten poco afectados por la vida política, no les interesan los programas de los partidos y no confían en nadie para que gobierne el país. Las películas y los partidos de fútbol consiguen audiencias superiores a las de los programas políticos. En la actualidad decepciona más la eliminación de Francia de los mundiales que el resultado de unas elecciones. De los 20 años en adelante crece la despolitización, que no perdona ni siquiera a los jóvenes licenciados, que acaban de terminar una larga carrera. Amplio desinterés por la política, dedicación a las alegrías privadas: tal es la fórmula químicamente pura del individualismo hipermoderno. Una desafección que, por lo demás, debe menos a la decepción propiamente política que a una cultura global que exalta sin cesar el consumo y la plenitud personal: el sentido de la vida se busca y encuentra ahora donde no está la política.
P: ¿Deja algún espacio para la política este consumo que todo lo invade?, ¿o nos consuela de lo que ya no funciona?
R: Al estimular los placeres privados, el bienestar y el ocio, el universo consumista ha dejado sin herederos los grandes proyectos revolucionarios y nacionales, ha minado el espíritu de militancia y las grandes pasiones políticas. El homo politicus ha cedido el paso al Homo felix. No se trata ya de ‘cambiar la sociedad’, sino de vivir mejor en el presente, uno mismo y los suyos, de ganar dinero, de consumir, irse de vacaciones, viajar, distraerse, hacer deporte, arreglar la casa. Los sueños del ‘gran un caso’ se han extinguido y la cosa pública ya no motiva las pasiones más que superficialmente. Sin embargo, las demandas que se hacen a la política no han desaparecido, antes bien aumentan. Los mismos que se desinteresan olímpicamente de la política esperan de ella ventajas y beneficios: seguridad, educación, ayudas públicas, protección del ambiente, eliminación de las desigualdades.
P: Este individuo hipermoderno, desestabilizado, a disgusto consigo mismo, no anuncia un futuro muy halagüeño… ¿No hay aquí una insoslayable fuente de inquietudes para las democracias liberales?
R: Con la individuación exacerbada de nuestra época, las grandes instituciones han perdido su poder tradicional de regulación social. Las iglesias, los partidos políticos, los sindicatos enmarcan cada vez menos, ya lo hemos visto, las creencias y los comportamientos individuales. Esto comporta una inestabilidad, una gran intervención psicológica, un individuo desorientado que podría buscar la integración comunitaria en grupos, ‘sectas’, en redes a veces agresivas y radicales. De ahí surgen otros peligros: no proceden de mayorías, sino de minorías activas. Aunque sin llegar a hacer tambalear la democracia, estas minorías pueden generalizar el terror, aterrorizar la vida cotidiana, con la efectividad que todos conocemos. El peligro que nos acecha está en la desestructuración individualista y nuevas minorías que podrían no ser capaces de subvertir el todo colectivo de las democracias, pero sí de asestar golpes serios y repetidos a nuestros estilos de vida y a la tranquilidad pública. El barco liberal no naufraga, pero el efecto sobre los partidos es considerable. Con el telón de fondo de la fragilización psicológica de los individuos, el peligro al que hay que enfrentarse no es tanto el hundimiento de las democracias políticas cuanto su hostigamiento por parte de ‘minorías peligrosas’. Después de la sangrienta dictadura del Estado totalitario, después de la suave tiranía del Estado superprotector, la era de la escalada de la
decepción contempla el ascenso de la tiranía
de las minorías activistas.
Lipovetsky, pensamiento contra la tiranía del consumo.
Redacción Revista Latitud
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