Domingo, Noviembre 13, 2016 - 00:00

Tendría 13 años cuando llegó a casa de mis padres mi tío Nadim Saíd diciendo que me había visto en un noticiero de esos que pasaban antes de las películas en el Cine Metro. Muerta de curiosidad, fui con mi hermana Ivonne y me vi en un plano general de perfil, con un peinado al estilo de los guerreros de Mongolia. En ese entonces, se llevaba el cabello largo recogido en alto con una cinta. Era la cámara de Luis Ernesto Arocha que en forma premonitoria nos conectaba.
Veinte años después, recién llegada a Barranquilla luego de hacer estudios de cine en Atlanta, me propone Vilma Gutiérrez de Piñeres, entonces directora de Uninorte FM Estéreo, que dirija un documental sobre el patrimonio arquitectónico de Barranquilla. Empezamos a armar el equipo de colaboradores, pero no encontraba al director de fotografía que pudiera acompañarnos en esa tarea. Se lo comenté a Francisco González, que me dijo: “Tienes que venir conmigo, conozco a la persona para ese oficio”.
Llegamos a la casa de Luis Ernesto en Puerto Colombia, que por antejardín tenía un bosquecillo de matarratones y árboles frutales. Cuando subimos a la terraza y conocí a Luis Ernesto, el clic fue inmediato. Me contó de su experiencia en el Factory de Warhol. Me enteré que era el responsable de aquel plano de mi adolescencia, pues había cubierto –para el noticiero que hacía con Álvaro Cepeda Samudio–, un campeonato de tenis que se celebraba en Barranquilla.
Me contó cosas suyas que me dijeron que, sin duda, era la persona que buscaba para el documental, por su feliz conjunción de arquitecto y cineasta.
Ese día me quedé sorprendida del amor por su perro, que, parado frente a él, lo miraba fijamente como reclamándole que nos pusiera más atención a nosotros. La respuesta de Luis Ernesto fue cargar al perro en su regazo y continuar nuestra visita con la atención concentrada del perro que nos miraba como si comprendiera de qué iba el asunto.
Ese día supe de Azilef y Las ventanas de Salcedo. Para mi estupor, vi como una mata de maracuyá, que se había trepado por el balcón y hacía parte de su techo un cielo verde; estaba sostenida por tiras de positivos de 8 mm, con las que había amarrado unas ramas rebeldes.
Ese era Luis Ernesto: el maestro del presente, de la meditación y de la terapia cromática. El que sabía que nada era realmente tan importante como la paz interior. Él era el desapego mismo.
Desde aquel momento emprendimos varios trabajos juntos, como ese documental sobre la Ciénaga Grande de Santa Marta, Vida o Muerte: una decisión del hombre, protesta ecológica por el estado de deterioro del estuario. En ese rodaje, luego de haber recorrido la ciénaga en lancha bajo un sol fuerte, haciendo planos en Trojas de Cataca y Buenavista, el productor nos dice que no nos puede devolver a Barranquilla porque la productora general requiere de la camioneta; de manera que nos dejaron a Luis Ernesto y a mí en el retén de Tasajera, esperando un bus en la mitad del camino. Habíamos decidido comprar un pescado y la imagen era la de dos personas en actitud de abandono, cada uno con una bolsita plástica con un pescado dentro mirándose atónitos.
Yo estaba furiosa. Le decía que era inconcebible que a la directora y al director de fotografía de una producción seria los bajaran de la camioneta y los abandonaran en la vía, por muy urgente que fuera la razón. Luis Ernesto sonreía ante mi ira. Finalmente, regresamos en un bus de esos de flota que cubren la ruta entre Ciénaga y Barranquilla.
Además de ser un inspirado cineasta con el que trabajé tanto en realizaciones como en escritura de guiones soñados y jamás realizados, Luis Ernesto era un ser interior de conexión metafísica, de grandes silencios y de una serenidad tal que podía hacer de una confusión un momento de reflexión.
Un día se presentó a mi casa con un pliego de papel color violeta, lo pegó en la pared frente a mi cama. Me dijo que debía mirarlo fijamente al acostarme. Así empezamos a compartir la práctica de la meditación con la
Llama Violeta.
Era un hombre fino y delicado, inspirado y alucinado, de quien no era difícil enamorarse para toda la vida. Y aunque yo iba y volvía de la ciudad, a mi regreso su sonrisa y abrazo cierto me esperaban con curiosidad de saber sobre mi periplo, siempre relacionado con el oficio del cine.
Luis Ernesto Arocha, maestro y amigo entrañable, se queda en mi corazón donde ha estado siempre con la certeza de saber que, cuando no encuentre una salida en algún proyecto, recordaré la extraordinaria imaginación con la que con tino decía lo que le convenía a la historia.
Barranquilla, ciudad sin interés por la memoria, en la que todos los días cae un bastión de su identidad, seguramente olvidará más temprano que tarde a Luis Ernesto Arocha. Queda su obra diseminada en películas, videos, diseños arquitectónicos, máscaras, lámparas, esculturas que consignan su conjunción con la belleza y la luz.
Arocha, detrás del lente. Fotogramas de los cortos ‘Hoy Feliza’ (16 mm), y ‘La ópera del mondongo’, de 1974.



Sara Harb
sumario:
De cineasta a cineasta, una evocación personal de Luis Ernesto Arocha.
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