Domingo, Noviembre 13, 2016 - 00:28
Un verano en Nueva York –esa fue una estación providencial en la carrera de cineasta del barranquillero Luis Ernesto Arocha… Un intenso verano a comienzos de los 60 –el mismo verano inolvidable en que se celebró la Feria de Nueva York–, ya cuando Arocha había egresado como arquitecto de la norteamericana Universidad de Tulane y ejercido a media marcha en la sureña y mítica Nueva Orleans.
Ahora se había venido a Nueva York, vivía en Soho, que, para entonces, era lo más lejano imaginable de una barriada snob. «Totalmente sórdido era el Soho –nos dijo Arocha–. Cada mañana, cuando salía a la calle, siempre caía de bruces por los peldaños algún borracho que había recostado la borrachera contra mi puerta».
Luis Ernesto y otro talentoso irreverente de vocación y oficio, el pintor cartagenero Enrique Grau, habían caído a bocajarro en la plena efervescencia juvenil y la cocina urbana del arte contestatario en Norteamérica. Eran los años sesenta.
Luis Ernesto Arocha, explicando una de sus obras a Beatriz Elena Pumarejo y a Jaime Osorio Piccini.
UN TAL JOVEN ANDY WARHOL
En sótanos de iglesias semiabandonadas, en escondidas galerías de arte rebelde, en apartamentos de uno que otro artista, asistieron a funciones clandestinas de las primeras películas underground, de finales de los 50, entre ellas las de otro cierto joven llamado Andy Warhol. También las de Stan Brakhage, las de Kenneth Anger, toda una inconfesa cofradía de iconoclastas del arte.
Eran, a la sazón, películas proscritas por sus altas dosis de insolencia, una estética desparpajada y sus desnudos a granel, entre otros excesos que los moralismos legales de entonces no toleraban. Los auditorios, en cambio, eran cada vez más una celebración excitante y el renovado acicate para nuevas osadías y pretextos creativos.
–Recuerdo que vi también una primera película del cubano-español Néstor Almendros, en blanco y negro. Se llamaba Gente en la playa. Al final de ese verano me decidí y compré una filmadora Yashica de 8 milímetros.
Y empezamos enseguida.
Listo. Estaban inoculados, Arocha y Grau, con el virus del cine. Sin guion previo, Arocha hizo entonces su primera película: Grau, disfrazado de Greta Garbo, se puso a ‘convalecer’ en una cama antigua de alto dosel y actuó para su amigo y su cámara nueva.
Arocha se regresó para Nueva Orleans y terminó en un estrecho cuarto de montaje aquella particular parodia fílmica que a la postre titularon Pasión y muerte de Margarita Gautier. Ya antes –incluso antes de viajar a Nueva York–, Arocha había hecho un par de primerizas incursiones en oficios del cine: participó, por ejemplo, en la puesta en escena de un relato en tono epistolar de Camilo José Cela, La señora Cornwall habla con su hija. Allí en Nueva Orleans esta había sido su personal prehistoria de oficio.
(Después de aquella experiencia junto a Arocha en Nueva York, Enrique Grau haría en Bogotá una versión de María, de Jorge Isaac, un largometraje de casi hora y media en 8 milímetros y también con subtítulos en español).
EL DRÁCULA VEGETARIANO Y LA PROSTITUTA CALVA
y la prostituta calvaUno diría que Luis Ernesto Arocha es alguien ajeno al tiempo. Con su gorra y gafas ahumadas, su eterna mochila y una cierta socarrona levedad en su prisa pausada, despista con su aire de capitán sin barco, en licencia provisional, y que resiente añoranzas de altamar, de borrascas pasadas y de ajenos puertos de ultramar.
A lo mejor son solo mañas de un buen aprendizaje de vida y de arte, sabidurías de ‘lobo de mar’
porque preserva intacta esa carga devastadora de humor negro que uno encuentra tanto en sus películas de juventud como en los guiones de largometrajes escritos por él a lo largo de varias décadas, algunos premiados y casi todos ellos a la espera de ser llevados a rodaje.
Devolvamos el rollo. Al retornar a Nueva Orleans, sin pérdida de tiempo, Arocha se puso a filmar una segunda historia, la de un Drácula vegetariano y edípico, al que horroriza la sangre, pero que para cumplimentar a su madre desangra por completo a una prostituta calva. Se tituló Motherlove.
Lo particular de todo era que –fiel al minimalismo de sus producciones y al de su presupuesto tercermundista– los tres personajes serían encarnados por un mismo actor que no era –para nada– actor. ¿Cómo se las arreglaron Arocha y su no-actor (un amigo suyo «profesor de inglés, gordito él») para realizar tan bizarra película, original y recursiva desde sus mismos prolegómenos? No es corto el cuento, y pudiera ser más bien tema de una próxima crónica.
Post scriptum: de esos primeros filmes experimentales de Luis Ernesto Arocha en su periplo estadounidense nada sobrevivió a los azares del tiempo, la vida y el viajar. Ya octogenario, en estos últimos tres años, Arocha, junto a David Cobo, abordaron la realización del autoremake histórico de El extraño caso del vampiro vegetariano, que está a punto de finalizar edición y será un próximo estreno póstumo del cine de Arocha, pionero de lo experimental en el arte colombiano.
Sigifredo Eusse Marino
sumario:
Este texto nace de una larga conversación ocurrida en el año 2000, cuando Arocha volvía a sentir nostalgias de hacer, de nuevo, cine suyo, de autor, más allá de sus facetas como documentalista, arquitecto y artista plástico.
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