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Comparsa para Palomeque

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Domingo, Enero 31, 2016 - 00:00

Cuando Benjamín despertó, aguijoneado por las ganas de orinar, Palomeque fumaba su segundo cigarrillo sin filtro y tenía todo listo para iniciar el recorrido. No pronunció palabra, pero era evidente su preocupación. Se había bañado con media lata de agua salobre, pero llevaba puesta la ropa del día anterior. Como siempre, le dio a su hijo un mendrugo de pan y le permitió subir a la carretilla mientras calentaba el sol. «Siete años no es nada», pensó, mientras acariciaba los bucles del pequeño y se alejaba de los caños en medio del estruendo de las balineras.

Todas las mañanas antes de las siete, el niño saltaba de la carretilla y abrumaba a Palomeque con preguntas que a duras penas atinaba a contestar. En cada botadero, brincaba descalzo sobre los cartones para compactarlos, recogía latas y disponía los envases de licor de acuerdo con su valor potencial. Cuando había suerte, Benjamín encontraba una botella de Old Parr y debía hacer un gran esfuerzo para no romperla en procura de la diminuta canica de su gotero. Aquella mañana, al pasar por Barlovento, padre e hijo percibieron el aroma del cabrito en los anafes, pero debieron conformarse con unos pocos sorbos de café y una ración de arroz que les dejó la boca pintada de achiote. «Sabe más a lisa un arroz con leche», protestó Palomeque, y alargó un billete a punto de deshacerse que el vendedor aceptó a regañadientes.

Luego subieron por la avenida buscando la Catedral, en cuyo pórtico de vitrales tornasolados dormían aún algunos conocidos de Palomeque. Antes de llegar, Benjamín preguntó por un grupo de muchachos que, batas al hombro, repetía en voz baja las ideas contenidas en un manojo de fotocopias. «Son estudiantes», dijo Palomeque, deteniendo la carretilla frente a uno de los caimitos del parque. «Espérame aquí», ordenó enseguida y cruzó la calle en busca de un fardo de cartones que un guardián le había prometido. Benjamín siguió a su padre con la vista hasta que ingresó por un portón entornado. Minutos más tarde volvió con las manos vacías, le explicó al niño que debían regresar por la tarde y agregó que era mejor así, pues de ese modo les sobraría tiempo para vender los materiales y desocupar la carretilla.

Palomeque preguntó por Arsenio a unos cartoneros que se desperezaban en las bancas de la plaza, pero nadie le dio razón. Pensó –aunque después lo juzgó improbable– que podría estar dormido en algún escupidero de la Zona Cachacal. «¿Nos vamos?», interrogó Benjamín. El hombre levantó la vista una vez más y esbozó una mueca al tomar la decisión. «Camina», ordenó, enderezando la carretilla hacia las salas de cine donde solía dar inicio a la jornada.

Antes de las dos de la tarde habían exhumado las botellas de Malbec del Hotel El Prado; requisado los tanques del mercadito de Boston; apachurrado las latas de cerveza del Romelio Martínez, en cuyo gramado ya no se ofrecía fútbol sino conciertos; y, con la carretilla abarrotada, se permitían una pausa a la sombra de una bonga en El Recreo. Mientras descansaban, una mujer con una bebita en los brazos les proporcionó agua fresca y algo de sopa; otra, una bolsa con zapatos viejos. Benjamín, emocionado, dio las gracias, desgarró el plástico y se remontó en seguida con unas sandalias que le hicieron menos tortuoso el camino. Palomeque, apurando la sopa, contemplaba a su hijo, pero pensaba en Arsenio. Lo imaginó insolado a pesar del sombrero de palma, tratando de curarse el guayabo con un guarapo de caña en el mercado de granos, preguntándole a medio mundo por su ahijado y su compadre, puteando madre por haberse engolosinado con el abominable «tapetusa» de Las Nieves.

Dos horas después, Palomeque dejó atrás el Paseo de Bolívar, negoció su rebusque en los depósitos de la calle 30 e indagó sin éxito por Arsenio con un grupo de chatarreros que esperaba su turno frente a una báscula. Seguidamente volvió a encaramar a su hijo en la carretilla y se dirigió a un mesón de mala muerte ubicado en el sector de El Boliche en donde todos los días, por unos cuantos pesos, le guardaban un bocado de pájaro fino a base de arroz sazonado, lentejas y espaguetis. Benjamín acostumbraba comer con una cuchara de palo, pues según decía era mucho más rápida. Luego se empinaba una bolsita plástica con agua de panela y se quedaba dormido en la carretilla. Palomeque aprovechaba esos momentos para encender una de las calillas que él mismo preparaba y, durante largo rato, se extasiaba evocando sus gambetas en los peladeros de Rebolo. 

Sin despertar al niño, Palomeque decidió ir por los cartones. Debió dar un gran rodeo, ya que varias calles habían sido cerradas para permitir el paso de una multitudinaria comparsa de marimondas, monocucos y pollinos apareándose. Puso a prueba su amplio conocimiento de recovecos y callejuelas, y pasadas las siete de la noche parqueó su carretilla a un costado de la Plaza de la Paz. Despertó entonces a Benjamín y le previno: «ya regreso», dijo. En realidad, sobraba la advertencia, pues el niño estaba demasiado aturdido. Apenas pudo sentarse y, desde lejos, vio conversar a su padre con tres hombres que lo recibieron con gran cortesía y lo acompañaron al interior de una edificación ruinosa. Luego se concentró en los algodones de azúcar que ofrecía un vendedor, tratando en vano de adivinar su sabor. A esa hora, el resplandor de la luna se descomponía en los vitrales de la Catedral, y sus puertas abiertas de par en par permitían apreciar (aunque Benjamín no la vio) la imagen sobrecogedora del Cristo Liberador, bendecida seis años antes por Juan Pablo II.

Los tres hombres condujeron a Palomeque por un largo zaguán de mantenimiento hasta una galería de pasillos adoquinados que remataba en una recámara espaciosa, aunque poco iluminada, atestada de trastos en desuso y promontorios de cartones. «Sin pena, hombre, tome lo que quiera», dijo uno de los hombres mientras salía de la habitación. Palomeque, receloso, se apresuró a recoger el material; había suficiente para llenar la carretilla. De pronto, bajo una maraña de revistas, tropezó con un sombrero estropeado. Reconoció el tejido. Un garrotazo le explotó en la sien y lo hizo rodar por el suelo. Palomeque, sin saber qué pasaba, trató de incorporarse, pero un segundo bateador estuvo a punto de quitarle la cabeza. «Es suficiente», gritó uno de los hombres. En seguida entre todos lo patearon para asegurarse y lo arrastraron exánime hasta la mesa de un anfiteatro sombrío que más parecía el corral de sacrificio de un matadero clandestino.

Afuera, a merced de la ventolera que barría la plaza y obligaba a los caminantes a describir siluetas caprichosas en su recorrido, Benjamín esperaba a su padre. Había pasado medía hora y comenzaba a impacientarse. Ya no tenía sueño. El arribo de unos policías lo llenó de miedo y lo hizo adentrarse en el parque. Varias veces estuvo a punto de acercarse al sitio por donde había ingresado Palomeque, pero lo contuvo la orden de no moverse. Protegido por los arbustos, vio salir a la calle a dos hombres. Con pavor creciente, los vio fumar, conversar, reír, subirse a una motocicleta de placas ilegibles y desaparecer en la oscuridad. Un tercer hombre salió por fin al umbral, sintonizó una entrañable tonada de Esther Forero y se sentó en una butaca a custodiar la entrada.

El niño estaba ahora más que asustado, sabía que algo andaba muy mal, pero no podía imaginar que al otro lado del portón su padre yacía en una mesa de expendio, con la boca entreabierta, la cabeza hinchada y el pelo empapado adherido al cemento. Mucho menos alcanzaba a sospechar que a escasos metros flotaba el cuerpo de Arsenio. Los ojos de Palomeque seguían abiertos, aunque sin brillo, eternizados por el impacto de la madera. Su posición, que desde luego no era la más cómoda, permitía suponer que le habría gustado estirar las piernas. Por su mueca de espanto, Palomeque parecía estar consciente de que su hijo había quedado solo, desamparado, muerto de miedo en un parque oscuro, esperándolo para cargar la carretilla. Lamentaba, sin duda, no haberle entregado en la mañana la bola de trapo que le compró para su cumpleaños. Añoró más que nunca el regreso de Miladis, para que le ayudara a quitarse de encima el peso indecible que le aplastaba la garganta.

La noche fue avanzando sin tregua, mientras la llovizna y los grillos se apoderaban del silencio. Benjamín, inquebrantable, se atrincheró en la carretilla bajo unos plásticos e intercaló el llanto con el sueño, aguardando el regreso de Palomeque. Después de la medianoche, el hombre apagó la radio, aseguró el portón desde adentro y como un sonámbulo hizo un último recorrido por las instalaciones desiertas. Al término de la ronda, entró en una especie de camarote, colgó primero la linterna y después el arma; se quitó las pantaneras y se tendió boca arriba en el catre. Algunas versiones dicen que ya había sido hipnotizado por las aspas del ventilador cuando creyó escuchar un golpe, el estrépito de un racimo cayendo en los confines del bananal. Balbuceó unas palabras y se enroscó como un lirón a punto de hibernar.

En ese preciso momento, Palomeque cerró los ojos con un gesto de dolor. Giró el cuerpo, lanzó una patada con varias horas de retraso y se fue de bruces contra el piso. Trató de incorporarse, pero debió esperar a que los objetos dejaran de moverse. Impaciente, angustiado por la suerte de su hijo, trastabilló en la oscuridad en busca de la salida. No pudo evitar tropezar con un balde que parecía contener órganos humanos. Como la puerta estaba con llave, se vio obligado a subir a una camilla para intentar alcanzar el tejado. Una vez arriba, Palomeque tuvo una visión completa del oprobio. Echó un vistazo a los rostros conocidos; reconoció a varios compañeros de oficio, un albañil chapucero y algunas prostitutas; pero fue incapaz de seguir mirando cuando descubrió el cuerpo de Arsenio flotando en un sarcófago metálico lleno de formol.

Palomeque, echando sus restos, pasó del tejado a un muro coronado con vidrios de botellas, acosado desde abajo por el ladrido enloquecido de los perros. Cuando la luz del camarote se encendió, su corazón dio un salto y la excitación hizo que sus heridas sangraran con mayor profusión. Al final de la tapia, se arrojó al vacío y cayó estrepitosamente en la calle desolada. Se levantó como pudo del andén, no obstante las cortaduras de los pies, y corrió al sitio donde había dejado a Benjamín, pero no lo encontró. Con náuseas, quiso desandar sus pasos y romper el portón a puntapiés para que lo mataran de una buena vez. Pero renació al vislumbrar la carretilla recostada al pie de un eucalipto. Con paso vacilante, como quien avanza sin querer llegar, Palomeque se adentró en el parque y halló por fin a su hijo empapado bajo una techumbre de plásticos y cartones. En un primer momento, el niño pareció no reconocerlo, titubeó ante las facciones grotescas de su padre, descompuestas por la angustia y por la hinchazón. Sin tiempo para dar o pedir explicaciones, acaso sin un abrazo, abandonaron presurosos la carretilla y se perdieron corriendo en lo profundo de la noche…

*Doctor en Literatura, profesor de Literatura Hispánica y del Caribe. Universidad del Norte.
 

Orlando Araújo Fontalvo
sumario: 
El autor del libro ‘Gabriel García Márquez: el Caribe y los espejismos de la modernidad’ muestra su veta como cuentista de ficción. Personajes de nuestro entorno y el jolgorio carnavalero se entroncan sin titubear ante el miedo más real.
No

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