El olor a bejuco quemado de los cañaverales en pleno medio día, Arturo, empapado en sudor, «sin dejar de manejar el machete, sus pies provocando remolinos de fuego al pisar, al hacer crujir, al hundirse y hacer crepitar las hojas secas» (pág. 17), repitiendo el golpe incansable contra las raíces… por dentro, anulando el afuera a través de un mundo imaginado, creando el hielo, la vegetación, el agua cristalina que obstruye su realidad de condenado en un campo de concentración tropical. Esta imagen es el símbolo barroco que atraviesa la novela Arturo, la estrella más brillante, de Reinaldo Arenas (1943, Oriente – 1990, Nueva York), donde la realidad y la imaginación se enfrentan en batalla interna para salvar o condenar la vida de un hombre.
Tal vez no sea una casualidad, pero la prisión en un alma destinada a la libertad remite de manera inevitable a la explosión de lo creativo. Recordemos a Miguel de Cervantes capturado por los turcos, imaginando el Quijote; y a San Juan de la Cruz en la cárcel toledana, viendo por la minúscula ventana las primeras imágenes del Cántico espiritual. Con Reinaldo Arenas ocurre algo parecido, porque además de haber estado preso algunos años, la Isla en su escritura representa un lugar de ofuscación. No en vano en Arturo, la estrella más brillante el personaje se encuentra recluido en un campo de trabajo forzado, al cual son llevados los homosexuales para reformar su «conducta impropia». Allí Arturo sufre la hostilidad del trabajo, los maltratos de sus compañeros y el abuso de los militares que lo conducen a los cañaverales para descargar sus impulsos sexuales. En una ocasión, Rosa, su hermana, le entrega en una visita algunas libretas, y este dictamina que la única manera de salvarse es comenzando a escribir en ellas. La idea de la escritura como salvación aparece en condiciones de miseria extrema para reivindicar la realidad. Arturo, en un afán inagotable de crear su mundo, llena con letra diminuta cuadernos, libros de economía, carteles y «manuales de marxismo-leninismo» (pág. 44).
Esta gran hecatombe del espíritu oprimido es narrada por Reinaldo Arenas en un nivel elevado de construcción formal. En sus casi cien páginas no se usa más que coma, punto y coma, y puntos suspensivos. La idea del flujo discursivo del narrador en tercera persona parece ser una metáfora del pensamiento y la memoria que combinan recuerdos, ideas, ficciones y sueños en un mismo lugar. Este estilo parte de manera evidente del neobarroco cubano, de aquella necesidad aglutinante de la belleza y la exuberancia propia del Caribe. Ante un infinito universo que abre la posibilidad de mentar hasta donde permita el lenguaje, se presenta un discurso apabullante sin las pausas ya clásicas del punto aparte y el punto seguido. Además de esta comprensión formal, se suma la maestría de los cubanos para hacer uso del sonido y el sentido de las palabras. En la escritura de esta novela se siente un ritmo, una cadencia, una pausa implícita propia de su mezcla afroantillana. En definitiva, creación mulata y con sabor a guaguancó; como uno de sus personajes, el hermoso Celeste, que cantaba «con una ronca e inimitable voz de puta trasnochada y sentimental» (pág. 47).
Arturo como Arenas, o Arenas como Arturo, escribió hasta el último instante. Esta pequeña novela es testimonio de su tarea inagotable, de la invención de la vida con palabras, tal como lo enseñó Cervantes. Más allá de la persecución que sufrió por el régimen cubano y el éxodo por el puerto de Mariel, su escritura estuvo influenciada por el riesgo antes que por la abstinencia. Hijo del neobarroco cubano, teniendo como colegas y maestros a José Lezama Lima y Virgilio Piñera, logra establecer una visión indisoluble de la realidad y la imaginación. La gran lección que nos entrega es aprender a soñar, a dar sentido a la existencia desde un ideal, diciendo, en un aparte de la obra: «a la imagen que se padece hay que anteponerle, real, la imagen que se desea, no como imagen, sino como algo verdadero que se pueda disfrutar».