El hilo de oro de la historia de la filosofía ha sido desarrollado por pensadores que por lo regular suelen tener muchas dificultades con la idea de adscribirse sin más a una fe religiosa, y cuando lo realizan dan un giro de 360 grados en sus creencias.
Están acostumbrados a preguntar el porqué, como hacen los niños con todas las cosas, y argumentan desde su entendimiento, con un acervo de conocimiento descomunal, para otorgar una explicación racional.
Diferentes son los defensores de los credos religiosos a los que no les interesa la fuerza del entendimiento ni la razón, y si lo hacen caerían en una situación vacua y sin interés. «¡Basta la fe! Ella es sanadora y mueve montañas» –dicen–.
Intelectuales de prestigio en esa cadena de oro de la historia del pensamiento como Aurelius Augustinus, Roger Garaudy y Gianni Vattimo sufrieron esa conversión.
Aurelius Augustinus. Pagano. De formación filosófica maniquea, se convierte en cristiano.
Roger Garaudy. De filósofo marxista línea soviética converso a musulmán.
Gianni Vattimo. De fenomenólogo heiggeriano católico converso a comunista sin partido.
Por el momento analicemos a Aurelius Augustinus. (San Agustín de Hipona 354-430). Nació en Togaste (provincia romana de Numidia, hoy Argelia). De padre pagano y madre cristiana (Santa Mónica). En la provincia de Madaura estudió gramática y los clásicos latinos; en Cartago, retórica, y comenzó a interesarse en los problemas filosóficos y religiosos, especialmente tras la lectura del perdido diálogo Hortensius, de autoría de Cicerón. Lo atrajo ante todo el pensamiento maniqueísta por dos motivos: primero porque esa reflexión podía explicar el mal en el mundo, y segundo porque se mostraba abierto a la filosofía antigua con énfasis en la razón.
Y también porque sus militantes mantenían una red de relaciones en las instituciones romanas que le resultaba de ayuda en su carrera académica. Y fue esa relación con los maniqueos la que le proporcionó un puesto de profesor de retórica en la corte imperial de Milán. Es aquí cuando conoce a Ambrosio y este lo guía en su pensamiento, llevándolo a la fe cristiana, con el apoyo incondicional de su madre Mónica, que se había ido detrás de su hijo hasta Italia.
Ambrosio, uno de los doctores de la Iglesia de principios del cristianismo, era oriundo de Tréveris. Convenció a Augustinus con el argumento filosófico neoplatonista de Platino, quien afirmaba que toda la realidad estaba impregnada por el Uno, un principio espiritual que emanaba hacia la realidad en grados diferentes impregnando todas las cosas. Esta doctrina de Platino proporcionaba una explicación del mal distinta a la de los maniqueos, quienes argumentaban que el mal no era una fuerza autónoma y positiva, sino una carencia. El mal era lo que se alejaba de ese principio espiritual original: el Uno, lo que estaba menos impregnado por ese principio. Ello valía sobre todo para las cosas materiales. Agustín retoma este planteamiento y lo identifica explícitamente con el Dios cristiano. (Historia de la filosofía. La filosofía pagana. Tomo I, 1984, Espasa – Calpe: Madrid).
El año 386 es la fecha de la conversión de Augustinus, a la edad de 32 años. Se realizó un cambio radical en su vida. Renunció a su actividad como profesor de retórica y abrazó como forma de vida el celibato. Llevó una vida en retiro, como monástica, para sumergirse profundamente en el estudio de los contenidos religiosos. Empezó una nueva vida y después de un año se hizo bautizar oficialmente en la ciudad de Milán.
Augustinus le confiere la fundamentación filosófica a la religión cristiana. Algunos intelectuales siguieron su ejemplo, y cinco años después de su conversión, el cristianismo fue declarado por el emperador Constantino como religión oficial de Roma.
Un intelectual converso y sobre todo de formación filosófica como Agustín, es de un proceder seguro, aplastante y por ese motivo en 10 años realizó su obra principal, las Confesiones (2013. Akal. Madrid), donde argumenta y defiende dos doctrinas teológicas básicas: la de la predestinación, o doctrina de la gracia divina, y del pecado original.
Según el argumento de Agustín, nosotros los humanos no merecemos el cielo por nuestras propias obras, sino gracias a la voluntad de Dios. En esa voluntad divina está predestinado quién es acogido en el cielo y quién será condenado al infierno. Elegidos son unos pocos, si bien nadie se lo ha merecido, por eso ningún hombre es merecedor, por méritos propios, de ser acogido por Dios. La motivación de esa acogida hay que buscarla en la doctrina del pecado original. De ahí que el hombre sea malo por naturaleza, dice Agustín. Podemos palpar esa maldad hasta en la naturaleza de los niños, en ellos se manifiesta; por eso todo depende de la misericordia de Dios que, en contra de todo motivo o mérito racional, escogía al hombre que había de ser salvado. Y esa elección la había tomado Dios antes del nacimiento de cada individuo.
Para demostrar la teoría de la gracia divina, Agustín toma como ejemplo su propia vida. Él había sido un hombre mundano y pecador –«del mundo», como dicen los aleluyas criollos–. Su conversión era una prueba irrefutable de la gracia de Dios. Su testimonio lo narra a través de dos episodios: cuando siendo adolescente robó unas peras con unos amigos, y la separación de su compañera de muchos años, a quien incluso le quitó el hijo que tenían en común.
Entonces la maldad es innata «para mi maldad; ningún otro motivo que la maldad misma». Esa maldad era obvia, y nadie era menos digno que él para ser acogido por Dios. Y a pesar de eso sucedió. (Para más argumentos consultar Confesiones, Cap. II).
Insultos terribles le daba su madre Mónica para que no cayera en manos de las mujeres. Ella se dedicó a trabajar para poner fin a la relación de muchos años con su concubina, que le parió un hijo, y lo logró.
Sus amores
Floria Emilia fue su compañera sentimental. Fue su amor desde los 17 años y era menor que él. Sus amores eran tormentosos, dos jóvenes que querían devorarse sus mundos. En ella estaba la lira/en ella estaba la rosa/en ella se respiraba/el perfume vital de todas las cosas”.
Agustín se enamoró del cuerpo, de la boca y de la blanca disciplina de sus dientes caníbales prisioneros en llamas. De su piel de pan apenas dorado y sus ojos donde su concepto de tiempo no transcurre. Sus ojos estaban fijos como los del tigre y después del combate carnal eran húmedos igual a los del perro.
Floria Emilia le parió un hijo de nombre Adeodatus, que significa “el regalo de Dios”.
Originaria de la ciudad de Cartago, marchó con Agustín y su hijo a Roma y después a Milán.
Adeodatus, convertido en joven, era orgullo y esperanza de sus padres, de una inteligencia extraordinaria. Floria Emilia para que Agustín se consagrara a su Dios y dejar tranquila a su madre les entregó al hijo y regresó a su ciudad de origen. Adeodatus creció con el padre y la abuela y participó como interlocutor en el último libro de Agustín titulado De beata vita.
La conversión del filósofo al cristianismo es para su madre Mónica un triunfo personal. Es así, que madre e hijo alcanzan por un instante el estado de la perfecta armonía con el Uno, es decir, con Dios. Digno tema para un análisis psiquiátrico.
Pero es en el capítulo octavo de las Confesiones donde Agustín narra la famosa escena del Jardín en la ciudad de Milán; con claros rasgos de artística estilización literaria. Es como el clímax narrativo de la obra, donde Agustín se vuelca para utilizar todos los recursos retóricos y con la que puede acercar el lector para que comprenda el giro dado por su vida. Agustín describe mientras reflexiona sobre su situación. Se vio sobrecogido por una especie de «enorme tormenta» interior, y se tiró debajo de una higuera, saltando una lluvia de lágrimas y pidió a su Dios que pusiera fin a ese estado de desgarramiento íntimo de su vida. Entonces escuchó una voz que le decía: «Tolle Lege» (Toma y lee), y abrió exactamente la página del Nuevo Testamento y leyó las palabras de San Pablo en su carta a los Romanos, donde se exhorta a los hombres a que no pasen su vida «en comilonas y embriagueces, no en lechos ni en liviandades, no en contiendas ni emulaciones», y ese fue el impulso definitivo para que Agustín renunciara a su vida mundana e hiciera profesión de fe por el cristianismo.
Entonces, convertido en cristiano, es consciente de que tiene que vérselas con un Dios que no se puede identificar con la razón. Dios es para él lo «absolutamente Otro», ante lo cual la razón humana ha de mostrar humildad. Pero no deja en ningún momento de exigir a ese Dios respuestas racionales: sus cuestionamientos racionales a Dios son críticos y lacerantes, no queda satisfecho. «Como en tus libros sagrados… pero tus palabras son muy misteriosas», dice en sus Confesiones, capítulo doce.
El presente como instante
En el capítulo undécimo de las Confesiones, se ocupa de la esencia del tiempo. Y plantea que el tiempo es el resultado de la creación. Dios no está sometido a él. El tiempo no es un objeto o un estado al que podamos remitirnos: el pasado fue pero ya no es; el futuro aún no ha sido, y también el presente escapa a nuestra percepción exterior: el presente, bien mirado, no es este día o esta hora, sino un instante que no podemos apresar.
Al tener conciencia del tiempo, de una nos relacionamos con la memoria, esa capacidad interior que nos permite fijar y medir estados y espacios de tiempo. Agustín no afirma que el tiempo, en sí mismo, sea algo subjetivo, sino que es distinto a las cosas normales del mundo.
Pensadores como Henri Bergson, Edmund Husserl y Martin Heidegger estudiaron el tiempo como un rasgo esencial de la existencia humana, e investigaron sus componentes subjetivos y psicológicos. Esos pensadores del siglo XX para plantear sus argumentos tuvieron que beber en el capítulo undécimo de las Confesiones. (Zimmer, Robert. Las obras esenciales de la filosofía. Ariel : Barcelona, 2012). A finales del siglo XX y el que va caminando, San Agustín ha sido reivindicado como el primer pensador de la modernidad. Su credo religioso y su filosofía de la subjetividad desembocan en ese río heraclitiano que somos ahora. «Ha partido de una pequeña fuente, y en su transcurrir se ha ampliado a la manera de un río», se ha nutrido de aluviones en este camino y continúa su descenso hacia la mar que es el morir.
*Profesor –Filosofía U. Atlántico.
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