Tal como la bicicleta lleva ya dos siglos de estar rodando por el mundo, convertida en ícono deportivo, cultural y de sostenibilidad urbana, hay entre Colombia y Francia 200 años de cercanía, desde el influjo inmediato con que repercutió la Revolución Francesa en nuestra América hispana y los brotes de su semilla en las gestas de la independencia granadina.
Durante todo este segundo semestre del 2017, año especialmente consagrado a la fraternidad cultural entre las dos naciones, Colombia ‹devuelve la cortesía› y hace presencia por toda Francia con una diversa agenda de arte, itinerante por una docena de ciudades del país galo en el que también el deporte es cultura. Precisamente, a propósito de ciclismo, Francia y Colombia fungen hoy como ejemplos de un arraigado culto popular, que –acá como allá– moviliza poderosos imaginarios y afirma un cierto rasgo contemporáneo de cada identidad nacional.
Valga recordar que el reciente 14 de julio, en un gallardo doble homenaje al día grande de la fiesta nacional francesa, Quintana y Urán –quien se coronó subcampeón el pasado domingo y lo rubricó con su carcajada espléndida bajo el glorioso Arco del Triunfo de la Ciudad Luz– fueron los grandes animadores de esa emotiva jornada del Tour 2017, las tres semanas más apasionantes e intensas del año para el mundo de las bicicletas.
Hablemos, entonces, de la bicicleta, de sus universos poco conocidos; de esa relevante trayectoria suya que trasciende las proezas deportivas hasta poder advertir su protagonismo en impensados nichos literarios, sublimada esa presencia por inspirados ciclonautas del pedal y de la letra.
‹PRIMA VOLTA› FALLIDA
Por mucho tiempo se creyó que el genio de Leonardo da Vinci había creado los esbozos de lo que parece ser un remoto antepasado de la bicicleta de hoy –en pleno Renacimiento italiano, 1490, nuestra América todavía no descubierta.
Pero la creencia acerca de ese boceto primigenio de finales del siglo XV no pasó de ser un mito. Se terminó por decir que muy posiblemente, en algún momento de los siglos transcurridos, alguien –con intención o sin ella– haya introducido entre los originales de Leonardo el boceto apócrifo; un precario dibujo, por cierto, escasamente atribuible al trazo exquisito y riguroso de Da Vinci.
Para de veras materializar el invento habrían de transcurrir otros cuatro siglos.
VUELTA, ‹GIRO›
Y ‹TOUR›
Lo que hoy se da como cierto es que la invención de la bicicleta cumple ya 200 años –su génesis data de 1817 y se le atribuye al alemán Karl Drais. En enero de 1887 el norteamericano Thomas Stevens aventuró el primer viaje en bicicleta alrededor del mundo. Partió de San Francisco, y tres años después llegó de nuevo a su destino (y origen), una verdadera odisea de tiempos modernos.
En el hemisferio norte, los amantes urbanos de la bicicleta y los excursionistas viajantes a campo traviesa influyeron en mejorar vías y carreteras, hasta incluso segregar senderos exclusivos para ellos y sus bicis. Divertimento y ciclopaseos, ocio creativo y cicloturismo: goce a cielo abierto, la libertad individual pura y a discreción, eso era la bicicleta.
La historia del ciclismo como deporte comienza a finales del XIX y cobra furor a partir de 1870, cuando se funda en Milán, Italia, la primera sociedad de ciclistas. Entrado el siglo XX surgen las competiciones de ruta por etapas, que un año tras otro convocan hoy a miles de millones de televidentes en el mundo. Son ellas las ‹Tres Grandes› centenarias: el Giro de Italia, el Tour de Francia y la Vuelta a España.
CENTAUROS
DEL ASFALTO
Ya por las vísperas de 1900, la alta sociedad parisina, igual que buena parte de la realeza de Europa, se movilizaba y recreaba con el regalo de esta invención, una de estándares casi personalizados y destinada de cuna a su popularidad global.
Ante tales centauros, diríamos ahora pre-postmodernos –que portaban sus aires proletarios y un aura de tiempo ralentizado, desdeñoso de las velocidades entrecruzadas por tantas furias motorizadas en derredor–, los intelectuales y gentes de letra y arte prefiguraron una suerte de neomitología naciente, acaso capaz de reivindicarles ante el mundo ese proverbial carácter solitario de una vocación y oficio que comparten, en tanto artistas y creadores, pero que cada quien ejerce en soledad.
INTELECTUALES Y BICICLETA DOMADA
Fue así como, más temprano que tarde, su rodante galopar sin estridencias toparía, a vuelta de esquina, con la irreductible vocación de los nómadas librepensadores y los pródigos imaginarios de la creación literaria.
De mano y pulso, apasionados artistas y escritores, cualquier feliz día de sus vitales peregrinajes en el tráfago populoso de las urdimbres urbanas o por bucólicos paisajes de extramuros, amaron descubrir y luego ‹domar el mecánico artilugio›, seducidos por su autosuficiencia democrática y su digna gallardía sin alardes.
Ciclista entusiasta, el siempre travieso Mark Twain escribió en 1884 un ensayo que tituló «Domando a la bicicleta». Allí se expresa así:
«Por lo que he aprendido en mi bicicleta, la única forma correcta de estudiar el alemán es con el método ciclista: te caes de un lado, quizá del otro; pero te caes. Te levantas y lo haces otra vez; y una vez más; y después muchas veces. Consigue una bicicleta. No te arrepentirás, si es que vives».
TÁNDEM BEAUVOIR-SARTRE
Combativa feminista –al tiempo que desafiaba los prejuicios pedaleando por París al lado de su pareja de toda la vida, Jean Paul Sartre– Simone de Beauvoir publicó El segundo sexo (1949), un texto clásico del pensamiento contemporáneo sobre la condición social de la mujer. Allí, en un pasaje anecdótico evocó la temprana juventud de Lawrence de Arabia, figura legendaria de la corona británica y mediador providencial en el frente convulso del Cercano Oriente durante la Primera Guerra Mundial.
Fascinado por las antiguas gestas de las Cruzadas, en sus vacaciones escolares de 1906 y 1907 el juvenil Lawrence hizo extensos viajes en bicicleta por Francia y su ruta de los castillos medievales. «A una joven mujer» –acotó la escritora– «nunca se le permitiría realizar semejante aventura. Aun así, esas experiencias tienen impacto estimable: así es como un individuo, embriagado por la libertad y el descubrimiento, aprende a mirar a todo el mundo como a sí mismo».
De esa manera, ella –que por entonces descubría y disfrutaba la experiencia de pasear su mirada y agudeza por todo París a un ritmo libre y personal– quiso exaltar el protagónico rol inadvertido de la humilde bicicleta, que en Europa ganaba una creciente popularidad urbana por los veranos de la víspera del medio siglo.
BICICLETA MATA CABALLO
Henry Miller, escritor de una erótica crudeza y polémico en su letra y su vida (recordemos aquel triángulo conyugal que mantuvo, en París, con su esposa y con la escritora Anaïs Nin) resignó su proverbial acidez para regresar a epifanías de la infancia al concebir su novela Mi bicicleta y yo:
«Habituado a pasar tantas horas al día en mi bicicleta, empecé a sentir menos interés en mis amigos. Mi bici se había convertido en mi única amiga (…) El negro Ed Perry trataba mi bicicleta con guantes y con frecuencia me hacía las composturas sin cobrarme, porque, como decía, no había conocido nunca a alguien tan enamorado de su bicicleta como yo».
Ernest Hemingway, apasionado y visceral, narró disímiles episodios vitales de su personal idilio con la bicicleta: a sus 18 años y alistado de voluntario en la Cruz Roja de la Europa mediterránea, cayó herido durante la Primera Gran Guerra. Solo pedaleando agónicamente pudo ponerse a salvo por entre el fuego cruzado, desandando el mismo borde de trincheras donde antes repartió cigarros y chocolates a los combatientes del frente italiano.
Años después, la pasión a dos ruedas se le torna rabiosamente lúdica. En París era una fiesta relata Hemingway cómo cambió «carreras de caballos por bicicletas, en un mismo escenario: el Velódromo Buffalo Bill», después que este clausuró su hipódromo: (…) «El pasar de los ciclistas convertidos en parte de sus máquinas, con sus cascos pegados al manubrio, y sus piernas que hacían girar a gran velocidad los pedales y las ruedas…»
CORTÁZAR Y NERUDA: BICICLETAS PROLETARIAS
A Pablo Neruda –el inmenso poeta y premio Nobel, a la par que sedentario glotón y consumado sibarita– pocos lo imaginarían sudando a pedalazos en una bicicleta. Él supo exaltarla bellamente, sin embargo, en una de sus odas a los oficios y cosas cotidianas. He aquí algunos pocos versos de su poema:
Pasaron junto a mí las bicicletas / Obreros y muchachas a las fábricas / iban entregando los ojos al verano, las cabezas al cielo… / Vertiginosas bicicletas que silbaban cruzando rosales y zarzas y el mediodía.
Julio Cortázar, argentino universal, vivió largos años en París pero también un corto tiempo en la cercana Italia. Fue tal vez allí donde concibió este fragmento de un relato corto que hace parte de su obra Historias de Cronopios y de Famas. Traducido, su título sería este: «Bicicletas: prohibido entrar».
El proverbial humor negro de este autor, esa, su «mirada zurda» de las cosas, se retrata aquí con delicioso refinamiento; la suya, por lo pronto, parece ser una bicicleta perdedora. Entresacamos de allí estas líneas:
«Para una bicicleta, ente dócil y de conducta modesta, constituye una humillación y una befa la presencia de carteles que la detienen altaneros delante de las bellas puertas de cristal de la ciudad. Se sabe que las bicicletas han tratado por todos los medios de remediar su triste condición social. Pero en absolutamente todos los países de esta tierra está prohibido entrar con bicicletas. Algunos agregan: ‹y perros›, lo cual duplica en las bicicletas y en los canes su complejo de inferioridad. (…) aplastan la sencilla espontaneidad de las bicicletas, seres inocentes. De todas maneras, ¡cuidado, gerentes! (…) No ocurra que las bicicletas amanezcan un día cubiertas de espinas, que las astas de sus manubrios crezcan y embistan, que acorazadas de furor arremetan en legión contra los cristales…»
EPÍLOGO: ESPRINT (AMOR A LOS 90)
No podía faltar aquí algún icónico personaje del inefable Gabo. En su Memoria de mis putas tristes, García Márquez pone esto en boca de su protagonista y nonagenario narrador, obseso por una ninfa impúber:
«Cuando fui a comprar la mejor bicicleta para ella no pude resistir la tentación de probarla y di algunas vueltas casuales en la rampa del almacén. Al vendedor que me preguntó la edad le contesté con la coquetería de la vejez: Voy a cumplir noventa y uno. El empleado dijo justo lo que yo quería: Pues representa veinte menos. Yo mismo no entendía cómo conservaba la práctica del colegio, y me sentí colmado por un gozo radiante... Esa semana, en homenaje a diciembre, escribí otra nota atrevida: Cómo ser feliz en bicicleta a los noventa años».
Esta máquina elemental, básica y llena de magia ha sido fuente de inspiración y devoción, «por su virtud de hacernos a todos iguales, un símbolo genuino de libertad e independencia que, desde su origen, ha acompañado a la cultura y asumido roles en las artes, en la música y el cine» –según una frase del autor de ciencia-ficción H.G. Wells.
Tal como lo reitera el cronista mexicano Rogelio Garza «el paso de la bicicleta por las páginas de la literatura es indeleble», y para decirlo también con la voz de su amigo poeta Sandro Cohen: el de los ciclistas en sus bicis «suele ser un oficio que fácilmente se convierte en arte».