Como señala Álvaro Suescún en la presentación de este libro, Fabián Buelvas dejó de ser una de las promesas de la narrativa del Caribe colombiano para convertirse en una de sus realidades más interesantes. Este escritor muestra en sus relatos un particular enfoque de la cotidianidad, la cual escruta minuciosamente hasta exponer los límites entre lo convencional y lo extraordinario. Pero este aspecto, que se constituye en uno de sus sellos distintivos, es utilizado además como una herramienta para cuestionar los parámetros lógicos que presuntamente gobiernan la realidad. Por ello resulta completamente razonable la intertextualidad que el nombre de su segundo libro de cuentos –La hipótesis de la Reina Roja– traza con la obra de Lewis Carroll y el maravilloso mundo de Alicia.
Este libro está conformado por una docena de cuentos cortos, que, a pesar de su independencia argumental, muestran rápidamente una inquietud común, al configurar unas mismas funciones que se limitan a cambiar de motivo entre uno y otro relato. El título, por su parte, se deriva de una teoría zoológica de Leigh Van Valen que explica que el equilibro natural entre depredadores y presas se mantiene gracias a que la adaptación del uno se convierte en el estímulo del otro, de modo que ambos evolucionan sincrónicamente para continuar la misma lucha. Sin embargo, en los cuentos de Buelvas observamos mucho más que una constante depredación, lo que nos permite pensar que la cita es una excusa para modelar otras inquietudes.
En este libro vemos una serie de personajes comunes y corrientes que ven su identidad y destino regidos por la acción de un tercero que se encuentra ausente. Esa ausencia trascendental, sin robarse el protagonismo, es el elemento definitivo en cada una de las historias. Se hace fácil imaginar que si Buelvas hubiera escrito A través del espejo y lo que Alicia encontró allí (1871) no se hubiera fijado en la Reina Roja, ni en Alicia, ni en la carrera inútil que emprenden en algún momento. Su interés se hubiese centrado en la Reina Blanca, en esa tonalidad que permite que su amiga se convierta en una alteridad, en ese trono que desde la distancia alienta el recorrido de Alicia hasta la octava casilla. Buelvas y Carroll tienen un punto de confluencia que nada tiene que ver con el tiempo, o el orden de los hechos; la incógnita que los une es el papel del otro, ese contrario cuya lejanía y extrañez se vuelve un factor definitivo en la delimitación de la identidad particular.
La acción e incidencia del ‹otro› ha sido a lo largo del tiempo un constante tema de discusión desde las humanidades. Ya Hegel lo advertía en su Dialéctica del amo y el esclavo (1807), cuando afirmaba que el sentimiento de alienación es el resultado de la identificación de una contraparte, lo cual hacía surgir la necesidad de reducirla como mecanismo de defensa. Sartre coincidía con Hegel, agregando que «El otro», más allá de constituirse en un simple opositor, era una suerte de estímulo que cimentaba una relación proactiva para ambos. Esto parece encajar con la teoría de Van Valen, pero Buelvas plantea algo más que una competencia, porque el agente de mayor importancia es aquel que controvierte desde su ausencia, relacionándose mejor con la tesis de Foucault, quien resaltaba la necesidad de instaurar al «otro» como un instrumento capaz de cuestionar la identidad, desvalijar sus compromisos malsanos e impugnar las jerarquizaciones, lo cual vemos reflejado, en los relatos, en una hija que trata de reparar su relación conflictiva con una madre que está en estado vegetal, en un hombre que permite que unos mendigos desvalijen su casa, en unos vecinos que se unen para luchar contra un enemigo que les tiene ganada la partida, porque su noción de éxito se limita a mantener una posición reaccionaria.
Esta ‹otrificación› no solo se hace evidente en el desarrollo argumental de los cuentos, también se manifiesta en ciertas figuras recurrentes y el significado que se le da a las mismas. Por ejemplo La casa, un símbolo que desde nuestra concepción cultural encierra un universo de protección y bienestar, se convierte en un escenario peligroso y desolado. Buelvas destaca esa otra perspectiva del hogar, la que abarca los conflictos, los desacuerdos y la vulnerabilidad que encierra la salvaguarda en sí misma. Esa sin duda se convierte en una mirada auténtica que merece ser tenida en cuenta. Por otro lado, también se torna interesante la manera en la que Buelvas recrea al perro en dos de sus relatos. Estos son presentados con un halo de superioridad moral con respecto a los hombres, aspecto en el que dialoga con una tradición en la que han participado numerosos escritores, al situar a los perros como un símbolo capaz de ridiculizar la conciencia de la que supuestamente goza el ser humano, invalidando como destacaba Foucault la posición tradicional de «el uno».
Es interesante que la narrativa de Buelvas coincida con una inquietud que también podemos observar en la obra de otros escritores costeños como J.J. Junieles, Pedro Badrán, Adolfo Ariza o Paul Brito, una preocupación que no resulta sorprendente. El recientemente fallecido Tzvetan Todorov abordó el problema de la otredad analizando el caso concreto de la civilización azteca durante la conquista española, revisando cómo su falta de conciencia sobre un «otro» que se les oponía, fomentó su vulnerabilidad ante una sociedad que llevaba más de un milenio sometida a disputas bélicas y culturales. Como consecuencia, los rezagos de la colonialidad nos dejaron a los americanos una conciencia excesiva del «uno» y el «otro», un principio que ha dominado nuestras nociones sociales y que seguirá presente durante mucho tiempo, patrocinando la segregación y discriminación que nos han caracterizado. Por eso, la reflexión general de Buelvas actúa sobre nuestras nociones de identidad y los mecanismos que construimos para satisfacerla, esa identidad que también está compuesta de la posición de los otros, demostrando que es un recurso artificial que poco tiene que ver con un carácter esencial que resida en nuestro interior.