Domingo, Agosto 6, 2017 - 00:00
El mes de julio terminó con la triste noticia de la muerte de la actriz francesa Jeanne Moreau. Fue uno de esos amores imposibles que se tienen en la adolescencia. Tengo la duda de si fue cuando se estrenaba La novia vestía de negro o de cuando se daba en el cine club Jules et Jim, el hecho fue que viajé seis horas de San Martín del Ariari a Bogotá de ida y otras seis de vuelta tan solo para verla a ella en la pantalla. Si eso no es una prueba de amor, ¿entonces cuál? Sea pues este recuerdo la flor que lanzo sobre su tumba.
¿A quiénes le gusta la poesía? Es una pregunta que se formula en medios académicos y culturales ante la escasa difusión de los libros de poemas. La máquina registradora en las librerías solo se mueve cuando el libro de poemas es de Pablo Neruda, Jaime Sabines (en México), Mario Benedetti y Khalil Gibran. Es común oír que los poetas solo se leen entre ellos y alguna vez en una librería me dijeron, en forma grosera, que no había sección de libros de poesía.
Hay también una larga tradición de persecución contras ellos. En La República, Platón halla en los poemas de Homero muchas imágenes nocivas, poco edificantes, nada pedagógicas, dañinas, no tan solo cuando son fantasías sino aun cuando dicen algo de verdad. El filósofo desdeñaba a los poetas porque no se inspiraban en el conocimiento sino en un don, en un entusiasmo para decir cosas bellas, sublimes, pero sin comprenderlas.
Jorge Luis Borges, un poeta ciego, más de dos mil años después escribe El informe de Brodie, un relato donde una tribu paleolítica cree también como los hebreos y los griegos en la raíz divina de la poesía.
El texto dice: Otra costumbre de la tribu son los poetas. A un hombre se le ocurre ordenar seis o siete palabras generalmente enigmáticas. No puede contenerse y las dice a gritos, de pie en el centro de un círculo que forman, tendidos en el suelo, los hechiceros y la plebe. Si el poema no excita no pasa nada, si las palabras del poeta los sobrecogen, todos se apartan de él, en silencio, bajo el mandato de un horror sagrado. Sienten que lo ha tocado el espíritu, nadie hablará con él, ni lo mirará, ni siquiera su madre. Ya no es un hombre sino un dios y cualquiera puede matarlo.
En las diversas presentaciones del reciente festival de PoeMaRío(del que se sabe, su alma es Miguel Iriarte) hubo un numeroso público. ¿Es que la poesía, como en la antigüedad, regresó a ser escuchada y no leída? No me atrevo a afirmarlo, pero sí diría que la poesía declamada une voluntades y de pronto esa persona dentro del público siente que el poeta ha dicho algo que era suyo, siempre suyo, y que él no había sabido expresar.
En mis años universitarios asistí a un homenaje al poeta León de Greiff en el teatro Colón de Bogotá. De Greiff leía con dificultad y voz gangosa sus poemas y de pronto se enredó con los papeles y calló. Hubo un instante de silencio y como una avalancha todo el público con una sola voz siguió recitando el poema olvidado: “Esta rosa fue testigo/ de este que si amor no fue/ninguno otro amor sería/ ¡Esta rosa fue testigo de cuando fuiste mía!…”
Todos habíamos vivido un amor semejante, pero solo ese viejo poeta de boina lo había sabido decir.
Ramón Illán Bacca
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